miércoles, 5 de marzo de 2014

Mi año como poeta, Ep. II

  Esa primera reunión sirvió para eso, para cogerme a Flor, para empezar a sentirme realmente poeta. A la segunda reunión que fuimos, ya tomados de la mano, pude empezar a prestar atención a lo que pasaba alrededor. A las Luces, Perlas, Azules, pero también a los Gabrieles, Franciscos, Máximos, y a uno que privilegiaré con el uso del singular, porque no habrá otro (o eso espero), que tenía el tupé de presentarse como "El Hacedor". Juro que es cierto, no lo estoy inventando. "El Hacedor". Los amigos solían llamarlo "hace". Como buen poeta, no me reí de todo eso, sino que acepté el ridículo de toda la situación alternando una sonrisa franca con una eventual expresión de reflexiva introspección.
  En esa segunda reunión tuve que leer uno de mis poemas. Me había servido la reunión anterior para recolectar lugares comunes y apenas transmutarlos. Creo que quedaron conformes al ver que utilicé palabras como "lluvia", "luna", "congoja", "ríos" y "ser" (el sustantivo, no el verbo, lo más efectivo es anteponer algún pronombre posesivo: siempre será mejor hablar de "tu ser" que de "vos"). Flor me besó ni bien terminé mi lectura, y yo me encontré con los ojos de Perla ni bien terminé de dejarme besar. Perla era la más inteligente. O no, creo que era la única con algo de inteligencia, hasta el punto de que me entristecía verla ahí, con esa inteligencia tan mal colocada (luego le escribí un poema donde usé lo de "mal colocada", casi termino a las piñas con su "compañero" Gabriel, que intuyó, acertadamente, que lo acusaba de ser poco hombre, pero eso fue después, poco antes de que me alejara del grupo para formar otro). Los poemas de Perla eran bellos. Eran los únicos que no me provocaban naúsea. Y los míos están incluídos en esa afirmación.
  Me marché de esa reunión de la mano de Flor, es cierto. Cogimos todo el resto de la noche, y yo no podía dejar de pensar en cómo todo lo que estaba viviendo era una pequeña diferencia gramatical. Recordaba la cara de Flor, la cara de asco al mencionar, hacía menos de un mes, que me había recortado una cana que me había crecido en la panza. Y ahora, poetas los dos, me chupaba la pija. No, perdón: lo que hacía era, y cito: "contengo tu futuro y tus deseos entre mis dientes". En respuesta, yo escribí que "mi lengua es más bella al anegarse en tu sal, nunca un desierto entregó frutos tan jugosos". Me besó también al terminar de leer ese poema, en la cuarta o quinta reunión. Y yo, otra vez, miraba a Perla. Perla sonreía. En mi interior, deseaba ardientemente que ella supiera mi secreto. Que lo compartiera. El mismo pecado de Flor: no entender a los demás, mentirse a uno mismo ("al propio ser") diciendo que, en realidad, el otro es igual que yo. Pero no. Perla era poeta. Una lástima. La chupaba mucho mejor que Flor.
  Pero me estoy adelantando. Alrededor de la sexta o séptima reunión me empecé a cansar. Flor estaba bien para verla una vez por semana, dos como mucho, pero desde que éramos poetas se convirtió en un pulpo insoportable, que me quería ver todos los días, que me llamaba constantemente, que no paraba de escribir y de pedir mi opinión ("tu semen es mi tinta" escribió en uno de los poemas que sólo compartía conmigo), que no paraba de exigir una completa atención. La única excusa que me servía para sacármela de encima, era la de leer. Mi lectura voraz la hacía sentir en falta. Me devoraba tomos y tomos de poesía mientras ella se debatía entre las ganas de interrumpirme y la culpa de no estar a mi altura. Pero esa superioridad me duró poco. En cuanto Flor vio cómo rehuía de su mano en las reuniones, y cómo me acercaba cada vez más a Perla, empezó a atacar mis lecturas, hablando de que la poesía se sentía, no se estudiaba, se vivía, no se diagramaba, y que Borges tampoco era tan buen poeta. Eso último sólo lo decía para tratar de enojarme. No sólo estaba celosa de Perla, sino que sentía celos del éxito que yo tenía como poeta en las reuniones. De alguna manera, me veían como un buen poeta. Eso me divertía muchísimo: una de las ventajas de escribir poesía era que no podía ser mi propio crítico, ya que toda la poesía me parecía una basura y la mía no podía ser una excepción. Me había librado de mi inhibición artística, decía y escribía lo primero que se me venía a la mente, rara vez corregía, comencé, de hecho, a hacer "poemas automáticos", poemas que improvisaba con palabras, temas y formas que elegían mis compañeros (compañerxs, perdón) y que no me llevaban más que unos minutos. Un par de pibes más jóvenes, muy jóvenes, me admiraban. Antes de ser poeta, me habría parecido algo muy triste.
  Un día, horas antes de ir a nuestro encuentro quincenal de poetas autodidactas de Zona Sur (nunca en voz alta, nunca en voz alta), Flor comenzó a hablar de nuestro "futuro". Como ya dije, era muy obvia. Le di lo que me pedía: le hablé de que éramos poetas, y nuestro deber como poetas era vivir la poesía, vivir dentro y fuera del amor al mismo tiempo, vivir tomando del tiempo lo que nos diera sin atrevernos jamás a demandarle nada, vivir sin las ataduras burguesas que atrofian nuestros sentimientos (estuve a punto de decir "nuestro ser"), vivir y hacer vivir, escribir con vida, con sangre, y demás sandeces. Tuvo la excusa perfecta para armar una escena con llanto incluído y yo aproveché para marcharme, no sin antes remarcarle que, de alguna manera, me estaba pidiendo que volviera a ser el machista reaccionario que fui antes de descubrirme como poeta.
  Esa noche fue la última de nuestras reuniones. Fue la noche en que Flor no me convidó de sus cigarrillos. Fue la noche en que Azul usó la palabra "testiga". Fue la noche en que recité el poema que hizo que Gabriel, el "compañero" de Perla, me echara del grupo. Fue la noche en que los adolescentes que me idolatraban golpearon a Gabriel para defenderme. Fue la noche en que me marché solo de la reunión, por primera vez. Fue la noche en que dormí con Perla.

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