domingo, 27 de enero de 2013

Crónicas del cuidacasas: Lanús

  Empiezo mis vacaciones cuidando la casa de alguien que se fue de vacaciones. Recuerdo el tiempo en que siempre hacía eso, era el que cuidaba las casas de los que se iban, siempre dispuesto con mi guitarra y una caja de 20 patis, no necesitaba nada más. Recuerdo mis relaciones en esa época, quiénes estaban en mi vida y qué significaban. Todas esas relaciones cambiaron, algunas radicalmente, algunas dejaron de existir. Me siento solo, siento que algo hice mal, instantáneamente pienso (porque pensar y sentir son cosas bien diferentes) que nunca hice nada, que todo lo que llegó así de fácil se fue, que lo que queda está pero no por mí, no por lo que yo haga. Quizás sí por lo que deje de hacer, quizás todas las omisiones que (creo que) me definen son las que permitieron que ciertas personas se acercaran, aprendieran a compartir cosas conmigo, y que eventualmente se fueran. Algunas para volver, otras para intentarlo, algunas de esas últimas consiguiéndolo, otras no (la elección de la palabra "persona" en esta parte del texto le debe todo a su género). Pienso eso mientras frío unas milanesas, las milanesas más ricas que comí en mi vida (por suerte mi madre no leerá nunca esto, pero mejor no pensar en quién puede llegar a hacerlo), y recuerdo otra época, más cercana en el tiempo pero casi tan remota en el sentimiento (horrible, buscar otra palabra después, seguir escribiendo por ahora, pero hacer ALGO con esta oración después), me recuerdo cocinando con alguien, cagándonos de la risa secando el aceite de las milanesas con papel higiénico porque SIEMPRE nos olvidábamos de comprar rollo de cocina. Era feliz, ese momento era la felicidad, esa risa compartida. ¿O sólo yo me reía? ¿A ella le molestaba? Ya no sé, luego de tanto tiempo siento (que no es lo mismo que "pienso", claro está) que eso le molestaba, que eso era todo lo que le molestaba, que esa podía ser la célula del bendito fractal del fracaso, del desamor, del hastío. Ojalá, prefiero hacerme el boludo, prefiero no pensar en cosas más importantes, en cosas que explicarían por qué estoy en mis vacaciones cuidando la casa de alguien que se fue de vacaciones, otra vez.

viernes, 18 de enero de 2013

Ventanas


  Nunca te vi más que unos segundos, y siempre a través de la ventana. Supongo que estabas en tu casa, que ese era tu living, que esa era tu mesa, que servías la comida para tu familia, aun sin saber tu lugar ahí. Por momentos me parecías la hermana mayor, por otros te veía como la madre, pero no, no podía ser, eras tan joven. El evidente patriarca, tan gordo, tan viejo, tan desagradable. Debía ser tu padre, tu tío. Aunque una tensión sazonaba la relación entre ustedes, lo intuía.
  La primera vez sólo lo vi a él. De hecho, así fue por semanas. Pero algo en él me llamaba la atención, con sólo verlo sabía de tu existencia, no podría precisar por qué. Me divierte pensar que era un asunto de composición, de contrapeso pictórico, o vaya a saber qué. Lo cierto es que, la primera vez que te vi, ya te conocía. Y cada nuevo paso por esa ventana, por esa casa a dos cuadras de la mía, me revelaba un nuevo detalle que yo ya conocía. Tu piel morena, tu sonrisa tímida, tu pelo oscuro, tan bello en esa trenza, tan bello cuando suelto. Aprendí que suelto lo llevabas estando sola. Y también aprendí que comenzaste a usarlo en trenza aun estando sola, porque me esperabas, porque sabías que pasaría y te miraría. Y allí, a través de la ventana, y por solo una trenza, comprendí que eras mía de alguna manera, y que yo era tuyo, que mis pasos en tu vereda ya te pertenecían.
  Aprendimos a hacer de cada ventana (porque así bauticé cada uno de nuestros encuentros) algo especial. Un día, me dabas una risa. Al otro, me ofrecías tus ojos cerrados, descansando en tu silla de mimbre. Alguna vez acariciaste a alguno de los niños, y ahí dudé, esa caricia podía ser de madre. Pero la única caricia que me interesaba era la de amante, y cuánto me dolió el día que me la ofreciste, el día que acariciaste ese torso peludo y descuidado que se sentaba al lado tuyo (y no, no era tu padre, quizás un tío, cada cual hace lo que quiere), qué dolor placentero.
  Al poco tiempo comencé a ofrecer algo de espectáculo, también. La ventana tenía dos lados, yo bien lo sabía. Me viste detenerme oportunamente frente a tu familia para encender uno de mis cigarrillos. Me oíste cantar, caminando tranquilo bajo la llovizna. Me viste al resguardo de tu balconcito, en días de tormenta. Me viste guiñarte un ojo, insinuarte un beso, pensarte desnuda.
  Quizás me hayas soñado, como yo. El universo tiende a la simetría, tengo eso de mi parte. Quizás nos encontráramos allí, en esos sueños que invadían también la vigilia, desnudos y felices. Quizás también soñaras que mataba a tu padre (quizás lo fuera, finalmente), que comía sus ojos frente a tus hijos/hermanos, que me sentaba yo a la mesa con el torso desnudo, que cerraba la ventana. Quizás soñaras con mi voz.
  Pero hoy el espectáculo iba a ser diferente, casi cruel. Pensé en tomar otra calle, caminar algunas cuadras más para desviarme de una ventana que no sería justa, pero volví a pensar en la simetría, y quizás pudiera devolverte la caricia de amante que me habías ofrecido. Marina venía finalmente a mi casa, caminaría con ella esas cuadras, tomándola tímidamente de la cintura, sin saber si me correspondía. El destino (es decir, Marina) quiso que nos besáramos justo frente a tu ventana, nuestro primer beso, el primero de muchos que finalmente olvidaré, porque yo pensaba en vos, en la ventana, en cómo no estabas ahí para verme porque adivinaste todo de antemano y sabés que ya no te necesito.

sábado, 12 de enero de 2013

Te veo


  Te veo. Una vez al mes, por lo menos, te cruzo en alguna esquina (¿para qué fingir? siempre es la misma esquina, la que cruzo cerca de veinte veces al día). Y es una bofetada, un segundo en que no entiendo bien qué pasa, siento como si alguien tomara mi cerebro con unos dedos finísimos y helados y lo rotara, apenas algunos grados, pero lo moviera, lo sacara de su eje. Siempre estoy apurado, generalmente cruzando la calle, o vigilando con ansiedad el semáforo, y te veo. El cerebro entonces se mueve, y yo me detengo. Es un segundo, como decía, aun menos, pero todo se trastoca hasta que entiendo que no, que no sos vos. Que no podés ser vos, que vos te fuiste, que ya no estás, que estás muerta. ¿Y si no fuera así? Porque eras vos, pero ya me cruzaste, ya no puedo verte y el semáforo me apura, y quedo pensando, ¿y si era ella? Y vuelvo a la rutina, a la realidad, pero a partir de ahí comienzo a rememorar, a repasar, a intentar entender qué es lo que pasó, quién fuiste, quiénes fuimos. Veo a tu padre tocando el timbre de mi casa (¿seguía siendo mi casa?), preguntando por vos, que no la escondieran. Veo a mi madre confundida, escucho otra vez el relato, y a medida que el relato envejece, va convirtiéndose en leyenda, se van agregando mitos. De repente, mi madre recuerda una llamada de alguien que no contestó al "hola", que cortó, y que cortó porque le respondí desganada, porque estaba acostada, y ella se dio cuenta y no respondió, ¿sabés? Pero no es la única que carga con una culpa como esa. Mi tía también tiene una historia parecida. Una llamada que nunca supo precisar cuándo fue realizada, con un mensaje en el correo de voz descubierto después de sabida la noticia, que sólo decía "flaca, por favor, ayudáme". Mierda, si hasta yo tengo una pieza del rompecabezas: un mensaje de texto, días antes, que no contesté, quizás porque no tenía crédito, quizás porque no sabía qué decirte. Veo después tu cuerpo colgando del techo, oscilante (una visión altamente cinematográfica, ¿por qué se movería el cadáver, por qué no colgaría inerte?), lo veo con los ojos de mi padre, y yo también digo "no me lo voy a olvidar más".
  ¿Y si eras vos? ¿Y si lo que cuentan no es así? ¿Y si, por alguna razón, pudiste escapar de todos nosotros, y ahora caminás tranquila por Corrientes? ¿Y si lo que haga tu hermana por fin te chupa un huevo, si ya te olvidaste de tu ex-marido, si ya dejaste de preocuparte por tu hija? ¿Pero por qué no me ves, por qué no me saludás? ¿O era mentira que yo era la persona que más querías, la mejor persona que llegaste a conocer? Era mentira, sí, pero no porque me mintieras, yo sé que eras completamente sincera, pero estabas confundida. No sé qué esperabas encontrar en mí. Siempre me asustó tu deseo de engancharme con tu hija. Pobre piba, me jurabas y perjurabas que estaba loca por mí, enamoradísima. No me hacía gracia tu fabulación, en ese momento era un insulto, ¿qué mina podía verme con admiración, con deseo? Te burlabas, y yo te perdonaba, porque sabía que eras sincera, pero estabas confundida. Y desesperada, no sé qué buscabas que le diera a tu hija, y quizás por eso no te respondí el mensaje, no porque no tuviera crédito, sino porque, ¿qué podía ofrecerle yo a tu hija, que realmente no me conocía? ¿Por qué me pedías que le hablara, que ella me extrañaba? Sólo era una carnada, ofrecías la carne joven de tu propia prole para conseguir unas palabras, aunque sea unas míseras palabras, pero pronto intentarías convertirlas en palabras de afecto, y eso me costaba tanto...
  Siempre me sorprendió tu efusividad, pero lo peor era tu necesidad de reciprocidad (dad, dad, dad, inconscientemente me reprocho tanto, aún ahora), yo no podía contestar a tus "¿me querés?", no podía hacer lo más fácil, "sí, Raquel, te quiero mucho", no me salía, y podía ver el dolor en tu rostro. Me decía que era tu culpa, que no se le puede preguntar a otro si a uno lo quieren, pero acá estoy, Raquel, preguntándolo como un salame y acordándome cada vez de vos, desconfiando de las respuestas porque tu evocación es también la de tu hija, esa piba que afirmabas que me amaba cuando yo era un gordo gil al que ninguna mina podía soportar cerca.
  Lo cierto es que no estás, pero te veo. Te veo y me obligás a mirar las piezas, el montón de piezas en el suelo y el tablero que pateaste.