jueves, 6 de marzo de 2014

Claudio María Felipez, prologador profesional

Prólogo a la cola del escritorio de informaciones para hacer un trámite en el banco

  Hay un antes y un después en la vida de Martín Toscanetti. El episodio en que se da esa inflexión no es, como muchos estudiosos piensan, el del perro moribundo en la calle. Tampoco es el encuentro, luego de muchos años, con la hermana de su ex-novia. El momento en que Martín comienza a mostrar su madurez se da en la sucursal del Banco Galicia que está en Córdoba y Esmeralda. Desde el momento en que cruza el umbral, vemos un quiebre con toda su producción anterior, una resignificación de su labor como artista y como ser humano en general: una vez dentro del banco, Martín acompaña la puerta tomándola del picaporte hasta que esta se cierra por completo. Basta que traigamos a memoria su recordada "serie de visitas al oftalmólogo 2001-2012" para ver que, en todos y cada uno de esos casos, al ingresar al sanatorio, Martín dejaba que la puerta se cerrase tras de sí, sin revisar si, efectivamente, esta lo hacía. "La puerta se cerraba para que una señora la abriera apenas un segundo más tarde en la visita del 2003; estamos en la etapa en que el artista coquetea con el anarquismo, hecho subrayado (quizás, de una manera demasiado burda), por la música sonando en su discman", observaba el crítico Fehermann en su artículo "El nuevo rumbo de la joven miopía argentina". Esa rebeldía ("directo, siempre directo, directo y joven, que son sinónimos" decía Fehermann), es reemplazada por esta nueva aproximación a la idea de ley. Muchos lo malinterpretaron, creyeron que él renegaba de su pasado, que ahora simplemente acataba todas las normas, oprimido por el peso de la mirada ajena. Nada más alejado de la verdad: basta prestar especial atención a los pensamientos que tiene al mirar el trasero de la jovencita que lo precede en la cola, donde, si bien pareciera que el énfasis está puesto en el juego constante con las múltiples acepciones de la palabra "cola", lo que realmente sucede está por debajo, en otra de las típicas batallas entre Martín y su Tótem interno. Hay otros dos puntos para resaltar. Primero: el celular vibrando incansablemente en el bolsillo de Martín que le sostiene la mirada al cartel de "prohibido el uso de teléfonos móviles". El celular de Martín es casi un leitmotiv a través de su vida, y aquí nos sorprende con esto: con su negación, con un Martín aparentemente doblegado, con una ansiedad que deberá freírse en su propio aceite (Karl Juppit, otro crítico, suele hablar de la tendencia de Martín por "la dilación del placer"; no suena arriesgado pensar que estamos ante otro de esos casos). Y, más tarde, el increíble desenlace, del cual no hablaré de manera explícita para no arruinar la sorpresa, en un laberinto de preguntas y repreguntas que abren el siguiente interrogante: ¿está ahí Martín realmente para hacer un simple trámite?

Prólogo a una partida de naipes

  Nunca ha sido puesto en duda: Ernesto Miranda es un gran jugador de cartas. Eminentemente estadístico, obsesivo y matemático, es al mismo tiempo ameno en la mesa, y un interlocutor chispeante y ocurrente. Para muestra basta un botón: cada vez que se termina una mano y se contabiliza el puntaje, Ernesto se pone en el papel de persona timbera y conocedora de la "tabla de sueños" (aquella donde cada número del 00 al 99 corresponde a un objeto o persona con el que se puede soñar comúnmente) e improvisa, para cada número, una respuesta ridícula. El 73 pasa a ser "el flancito rancio", por ejemplo. Es una humorada simple e infantil, pero con una cuota de creatividad que es siempre festejada por la mesa.
  Al mismo tiempo, es un muy mal perdedor, otorgándole al azar la responsabilidad de cada una de sus derrotas. A veces, puede reconocer algún error propio como la causa primordial del destino de la partida, pero jamás aceptará las virtudes de sus rivales (por lo general, mujeres, a cuyo juego acusa de ser "errático y carente de visión estratégica").
  En esta partida en particular, lo vemos renegar de una supuesta trampa. Una nimiedad: una jugadora, de manera involuntaria, ha visto una carta que se suponía que no debía ver, a no ser que decidiera tomarla para agregarla al grupo de cartas que sostiene en la mano, cosa que no hace. Esa misma carta, por como se desarrolla luego el juego, quedará en manos de Ernesto, que se ve en desventaja al tener una carta en su poder que otro jugador conoce de antemano. Aquí comienza entonces la verdadera batalla de nuestro protagonista, que pasará el resto de la partida discutiendo sobre la cuestión moral detrás del accidente. La partida sigue, los jugadores juegan al mismo tiempo que discuten y la temperatura irá subiendo vertiginosamente. El juego de naipes se transforma en un enfrentamiento filosófico, y ambos se resolverán al mismo tiempo, con un resultado dispar. Para ganar la discusión, Ernesto debe perder la partida. En cambio, si desea ganar la partida, deberá ceder terreno en la diatriba. ¿Qué decisiones tomará Ernesto? Una partida intensa, que desnuda a Ernesto Miranda casi completamente. Si no lo han visto jugar nunca, es esta la partida que deben ver. Aquí está todo el universo Miranda, que no es poco.

Prólogo a una siesta nocturna

  De las muchas siestas posibles, las siestas nocturnas son las menos ordinarias. Si bien caemos otra vez en el lugar común de hablar de la obra de Fabio desde la dicotomía de forma/contenido y su correspondiente desequilibrio, es casi una obligación hablar de la siesta nocturna desde su dificultad. No son tantos los que dominan su arte: la gran mayoría termina despertando con el alba, habiendo terminado el día anterior unas horas antes de lo normal, y empezado el siguiente algunas horas antes. No. La siesta nocturna requiere de concentración, autocontrol y flexibilidad mental. Y aun siendo una proeza de la técnica, Fabio no descuida la problemática humana y el viaje desde los dos polos de su existencia: se acuesta extasiado, para despertar una hora después desesperado y al borde del llanto. ¿Cuál es la travesía que realiza durante su siesta? No lo recuerda, no recuerda sueño alguno, y es entonces nuestro deber analizar su situación personal previa y posterior a la siesta. ¿Cómo, siendo esta la misma, Fabio la vive de maneras tan diferentes? Ahí se encuentra la doble proeza de nuestro durmiente. Les propongo entonces que durmamos con él, que atravesemos su sueño efímero, que nos dejemos atravesar por su oscuro proceso. Que transformemos, nosotros también, la más liberadora de nuestras hazañas, en el peor error que hayamos cometido jamás.

Prólogo a los tres prólogos anteriores

  Claudio María Felipez se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en una figura controvertida. Pero, permítanme, también necesaria. En estos tres prólogos vemos su misoginia de manera transparente: en el primero, dándole a la mujer sólo el lugar de objeto sexual; en el segundo, la mujer se sitúa por debajo del hombre tanto intelectual como moralmente; y en el tercero, si bien la referencia sólo es tácita, podemos inferir que es una mujer la causa del sufrimiento de Fabio.
  Pero es nuestro deber como lectores el sacar conclusiones más profundas, y ver la batalla de cada uno de los protagonistas en situaciones aparentemente cotidianas pero que esconden las grandes angustias de nuestro tiempo. Las preguntas de los protagonistas, son las nuestras. Son las mías.
  ¿Soy aquello que se espera de mí?
  ¿Soy tan bueno como creo?
  ¿Es posible que sea tan pelotudo?

Prólogo al prólogo a los tres prólogos anteriores

  Claudio María es Martín. Y es Ernesto, y es Fabio. Alejandro es todos. Excepto en la parte esa que mira el culo, no, nada que ver, ese no soy yo. Bueno, y eso que piensa Ernesto de que las minas no piensan, no, no. Eso diría Alejandro, claro. Pero yo soy Claudio María, el prologador profesional. La vida sería mejor si todo llevara un prólogo. Claro que esto no lo digo yo, lo dijo Alejandro. Aunque a él se lo dijo otra persona. No, en realidad le dijeron otra cosa, pero él entendió eso. Y yo, entonces, hago prólogos. Eso. Lean. Son prólogos.

Prólogo al prólogo al prólogo a los tres prólogos anteriores

Me siento mal.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Mi año como poeta, Ep. II

  Esa primera reunión sirvió para eso, para cogerme a Flor, para empezar a sentirme realmente poeta. A la segunda reunión que fuimos, ya tomados de la mano, pude empezar a prestar atención a lo que pasaba alrededor. A las Luces, Perlas, Azules, pero también a los Gabrieles, Franciscos, Máximos, y a uno que privilegiaré con el uso del singular, porque no habrá otro (o eso espero), que tenía el tupé de presentarse como "El Hacedor". Juro que es cierto, no lo estoy inventando. "El Hacedor". Los amigos solían llamarlo "hace". Como buen poeta, no me reí de todo eso, sino que acepté el ridículo de toda la situación alternando una sonrisa franca con una eventual expresión de reflexiva introspección.
  En esa segunda reunión tuve que leer uno de mis poemas. Me había servido la reunión anterior para recolectar lugares comunes y apenas transmutarlos. Creo que quedaron conformes al ver que utilicé palabras como "lluvia", "luna", "congoja", "ríos" y "ser" (el sustantivo, no el verbo, lo más efectivo es anteponer algún pronombre posesivo: siempre será mejor hablar de "tu ser" que de "vos"). Flor me besó ni bien terminé mi lectura, y yo me encontré con los ojos de Perla ni bien terminé de dejarme besar. Perla era la más inteligente. O no, creo que era la única con algo de inteligencia, hasta el punto de que me entristecía verla ahí, con esa inteligencia tan mal colocada (luego le escribí un poema donde usé lo de "mal colocada", casi termino a las piñas con su "compañero" Gabriel, que intuyó, acertadamente, que lo acusaba de ser poco hombre, pero eso fue después, poco antes de que me alejara del grupo para formar otro). Los poemas de Perla eran bellos. Eran los únicos que no me provocaban naúsea. Y los míos están incluídos en esa afirmación.
  Me marché de esa reunión de la mano de Flor, es cierto. Cogimos todo el resto de la noche, y yo no podía dejar de pensar en cómo todo lo que estaba viviendo era una pequeña diferencia gramatical. Recordaba la cara de Flor, la cara de asco al mencionar, hacía menos de un mes, que me había recortado una cana que me había crecido en la panza. Y ahora, poetas los dos, me chupaba la pija. No, perdón: lo que hacía era, y cito: "contengo tu futuro y tus deseos entre mis dientes". En respuesta, yo escribí que "mi lengua es más bella al anegarse en tu sal, nunca un desierto entregó frutos tan jugosos". Me besó también al terminar de leer ese poema, en la cuarta o quinta reunión. Y yo, otra vez, miraba a Perla. Perla sonreía. En mi interior, deseaba ardientemente que ella supiera mi secreto. Que lo compartiera. El mismo pecado de Flor: no entender a los demás, mentirse a uno mismo ("al propio ser") diciendo que, en realidad, el otro es igual que yo. Pero no. Perla era poeta. Una lástima. La chupaba mucho mejor que Flor.
  Pero me estoy adelantando. Alrededor de la sexta o séptima reunión me empecé a cansar. Flor estaba bien para verla una vez por semana, dos como mucho, pero desde que éramos poetas se convirtió en un pulpo insoportable, que me quería ver todos los días, que me llamaba constantemente, que no paraba de escribir y de pedir mi opinión ("tu semen es mi tinta" escribió en uno de los poemas que sólo compartía conmigo), que no paraba de exigir una completa atención. La única excusa que me servía para sacármela de encima, era la de leer. Mi lectura voraz la hacía sentir en falta. Me devoraba tomos y tomos de poesía mientras ella se debatía entre las ganas de interrumpirme y la culpa de no estar a mi altura. Pero esa superioridad me duró poco. En cuanto Flor vio cómo rehuía de su mano en las reuniones, y cómo me acercaba cada vez más a Perla, empezó a atacar mis lecturas, hablando de que la poesía se sentía, no se estudiaba, se vivía, no se diagramaba, y que Borges tampoco era tan buen poeta. Eso último sólo lo decía para tratar de enojarme. No sólo estaba celosa de Perla, sino que sentía celos del éxito que yo tenía como poeta en las reuniones. De alguna manera, me veían como un buen poeta. Eso me divertía muchísimo: una de las ventajas de escribir poesía era que no podía ser mi propio crítico, ya que toda la poesía me parecía una basura y la mía no podía ser una excepción. Me había librado de mi inhibición artística, decía y escribía lo primero que se me venía a la mente, rara vez corregía, comencé, de hecho, a hacer "poemas automáticos", poemas que improvisaba con palabras, temas y formas que elegían mis compañeros (compañerxs, perdón) y que no me llevaban más que unos minutos. Un par de pibes más jóvenes, muy jóvenes, me admiraban. Antes de ser poeta, me habría parecido algo muy triste.
  Un día, horas antes de ir a nuestro encuentro quincenal de poetas autodidactas de Zona Sur (nunca en voz alta, nunca en voz alta), Flor comenzó a hablar de nuestro "futuro". Como ya dije, era muy obvia. Le di lo que me pedía: le hablé de que éramos poetas, y nuestro deber como poetas era vivir la poesía, vivir dentro y fuera del amor al mismo tiempo, vivir tomando del tiempo lo que nos diera sin atrevernos jamás a demandarle nada, vivir sin las ataduras burguesas que atrofian nuestros sentimientos (estuve a punto de decir "nuestro ser"), vivir y hacer vivir, escribir con vida, con sangre, y demás sandeces. Tuvo la excusa perfecta para armar una escena con llanto incluído y yo aproveché para marcharme, no sin antes remarcarle que, de alguna manera, me estaba pidiendo que volviera a ser el machista reaccionario que fui antes de descubrirme como poeta.
  Esa noche fue la última de nuestras reuniones. Fue la noche en que Flor no me convidó de sus cigarrillos. Fue la noche en que Azul usó la palabra "testiga". Fue la noche en que recité el poema que hizo que Gabriel, el "compañero" de Perla, me echara del grupo. Fue la noche en que los adolescentes que me idolatraban golpearon a Gabriel para defenderme. Fue la noche en que me marché solo de la reunión, por primera vez. Fue la noche en que dormí con Perla.

domingo, 2 de marzo de 2014

Mi año como poeta, Ep. I

  "¿Por qué no escribir poesía?", me dije. Era fácil contestar: porque la poesía no me gusta, o no la entiendo, o directamente me parece una manera muy mediocre e impostada de "darse aires de". El poeta es poeta aun antes de escribir poesía. Eso quizás fuera lo que me asqueaba, la postura, el afán exhibicionista de ponerse un mote grandilocuente ante los demás. "¿Y vos qué hacés?", me preguntaban. Y empecé a contestar: "soy poeta".
  Deberé reconocer que sólo le encontré ventajas, una vez superado el asco inicial, que, por otra parte, también era lo que siempre me frenó a la hora de escribir prosa, o de cantar, o de tocar cualquier instrumento, o, incluso, de tocar cualquier cuerpo. De hablar, de caminar, de comer, de lo que sea, sí. En fin, siendo poeta, todo fue mejor.
  Todo empezó con Florencia, que se presentaba como Flor, ella también era poeta, obviamente. Si le decía Florencia, la enojaba. Era Flor, hasta allí llegaba esa necesidad de nombrarse, de otorgarse una identidad que se dejara traslucir en el nombre. No era Florencia. Era Flor. Era obvia, eso es lo que era.
  Flor también era poeta, mas no era poetisa (nota: poner "mas" en vez de "pero" es uno de mis nuevos vicios como poeta, confío en que el lector podrá perdonármelo). Decía: Flor no era poetisa. Jamás entendí por qué. Jamás entendí qué tienen en contra de la palabra "poetisa" todas estas nuevas poetas. Feministas gramaticales, capaces de cometer crímenes como escribir "lxs", "compañerxs", "amigxs", de inventar palabras como "testiga" (juro que lo escuché de boca de una de mis compañerxs poetas), o de sólo caer en la incomodidad de la corrección política del "amigos y amigas". Capaces de tales atrocidades, ellas, las que supuestamente aman a las palabras, despreciaban una palabra que tenía genero, que estaba pensada para ellas, que las ayudaba a diferenciarse de sus compañeros poetos (¿por qué no?) y que además, era hermosa. La palabra "poetisa" es hermosa, como se supone que tiene que ser una poetisa. Pero no. Ellas eran poetas. Nunca lo entenderé.
  Fue fácil convencer a Flor de que yo también era poeta. Supongo que es un alivio, ¿verdad?, que alguien que conocés desde hace tiempo, pero con quien quizás no llegás a entenderte muy bien de repente te diga "soy como vos, me costó darme cuenta, pero ahora todo va a ser más fácil". Ella estuvo encantada. Casi inmediatamente me invitó a una de esas reuniones a las que sistemáticamente evité ir (tratando siempre de explicarle por qué rechazaba la invitación, tratando de que no volviera a invitarme, que finalmente entendiera que no me interesaba en lo más mínimo, que acompañarla sería un sufrimiento y un insulto a nuestra relación, etc.). En mi nuevo papel de poeta, acepté su invitación. En el camino, mientras íbamos en el colectivo, ella reía, excitadísima. "Te va a encantar", me repetía. "Yo sabía que algún día ibas a venir, me alegra que te hayas abierto a nuevas experiencias". Sí, Flor. Me estoy abriendo como una flor. Somos iguales, estamos hechos de la misma fibra que ilumina el universo entero. Ese tipo de cosas le decía antes, cuando no era poeta, cuando me burlaba de su condición de poetisa (así le decía antes, ya no), cuando me divertía hacerla enojar y cuando me parecía que era lo más honesto, ya que éramos amigos. Ahora, en vez de eso, le dije "Sí, Flor. Me estoy abriendo como una flor. Somos iguales, estamos hechos de la misma fibra que ilumina el universo entero". Le encantó.
  Por fin conocí a sus amigxs. Mis nuevxs compañerxs. Conocí a Luz, a Perla, a Azul (la perpetradora de "testiga"). Las poetas. Los poetos (nunca en voz alta, nunca en voz alta, nunca en voz alta) no me interesaron en lo más mínimo. Ni siquiera me esforcé por retener sus nombres inventados. Recuerdo, sí, que había otro Alejandro, lo que me permitió usar, por primera vez en mi vida, mi segundo nombre, mucho más poético: Ariel. Ariel es nombre de poeta, sí. Alejandro era nombre de matemático. Ariel es nombre de soñador. Alejandro era nombre de especulador. Ariel es nombre de espíritu libre. Alejandro era nombre de oficinista. Después de las presentaciones (o en medio, las presentaciones en este tipo de reuniones no terminaban nunca), Flor me dijo al oído "me encanta Ariel". Por cómo me miró después, entendí que era mi deber de poeta reinterpretar esa inocente afirmación. Ya había conseguido lo que había ido a buscar. Así de fácil fue. Al otro día, mientras buscaba una media perdida en algún rincón de su habitación, entendí que Alejandro era nombre de asexuado, de desagradable, de feo, de impotente. Ariel, en cambio, es otra cosa.