viernes, 15 de julio de 2011

Sonrisa


  Hoy se dio al revés. Yo te vi a vos. Me pasaste por al lado, y te seguí con la mirada, con todo el cuerpo, hasta que te perdí de vista. Por unos segundos estuviste ahí, parado a dos metros. Y yo te miraba, y mi corazón se aceleraba, y por dentro deseaba enormemente que me vieras, que me reconocieras, que tuvieras que enfrentarte al hecho de que nos encontramos enfrentados (valga la redundancia), que nos conocemos y reconocemos, que por momentos jugamos el mismo juego, que fuimos los platos de una balanza trastocada, asimétrica. Porque he dado un paso al costado, es cierto. Pero cierto orgullo herido, cierto narcisismo poco ejercitado quería verte a los ojos, y sonreírte con esa sonrisa tan mía, esa sonrisa de una persona profundamente triste que se ríe de todo. Y quería hacerte daño con esa sonrisa, quería hacerte dudar de todo y de todos. Quería envolverme en misterio, porque, ¿qué mejor que ser un misterio para vos? ¿Qué mejor que ser para vos, lo que vos sos para mí? Y esos pensamientos me avergüenzan, pero va siendo hora de aprender que también soy humano. Y con esto quiero decir que soy mezquino, infantil, desconsiderado, rencoroso y posesivo.
  Pero no me viste. Pasaste y seguiste con tu día, con tu vida, y esa esquina en ese momento no fue nada para vos. Y yo puse mi sonrisa de hombre triste, y pensé en todas las cosas que no me animé a decirte. Ah... Cuánto veneno que puja por salir... Pero no. Si hay algo que nunca cambiará, es mi tendencia a consumir mi propio veneno, alegando que nadie más lo merece. Y si algún día eso cambiara, espero nunca hacerle probar mi veneno a la gente como vos. Como yo. No lo merecemos.
  Porque vos y yo estamos hermanados, ¿lo sabés? Quizás ya no, quizás seas parte de mi pasado. Una astilla en mi ego, un concepto y una expresión genial para definir eso que existe pero que no queremos ver, porque cada vez que aparece nos destruye un poquito más. Pero en algún momento... sentí que ocupabas un lugar que yo sufrí durante mucho tiempo. Aunque, ¿cómo saberlo? No te conozco. No sé nada de vos. Todo lo que sé forma parte de un discurso ajeno al que le fui agregando los matices de mi propia y limitada experiencia. Y te convertí en uno de mis pasados. Y, en cierta forma, te veía como uno de mis posibles futuros. Demostrando que no aprendo nada, ya que te veía con envidia.
  Un desastre. Cinco minutos después de haberte visto (o de creer que te vi, porque, ¿cómo saber si eras realmente vos?), me encuentro tirado en una orilla que creí que había abandonado, vencido una vez más por una corriente a la que yo solito encaucé. Diez minutos después estoy en el colectivo, calculando la probabilidad matemática de que entre los más de 1200 temas en mi reproductor de mp3, fuera el turno de uno de una banda que conocí gracias a vos. Y es entonces que veo que la aleatoriedad me otorga una sonrisa extraña, irónica. Esa sonrisa de persona profundamente triste que se ríe de todo, empezando por mí.

viernes, 8 de julio de 2011

Elogio de la torpeza


  Era hermosa. Fue hermosa. Y será hermosa, para siempre, o por lo menos hasta que yo muera y me vea obligado a olvidarla. No podría precisar por qué, pero estaba vestida de la manera ideal. Trato de recordar lo que llevaba, y el problema no es que no lo recuerde. Veo perfectamente todo lo que llevaba puesto, pero no puedo usar palabras para describirlo. ¿Cuál es la diferencia entre un jogging y una calza? No, esa no es la pregunta. Sé cuál es la diferencia. La pregunta sería: ¿qué era eso? ¿un jogging o una calza? De todas maneras, lo importante es que era o un jogging o una calza. Era algo informal. Era algo cómodo. En cierta manera, era algo osado, ya que era cómodo e informal. Es muy raro ver eso en una chica. Por alguna razón, existe la idea establecida de que la belleza va de la mano del esfuerzo y del sacrificio del bienestar en pos de algo totalmente superficial. Una estupidez. Esa chica era hermosa, y estaba cómoda.
  Pero no fue eso lo que me llamó la atención. No fue eso lo que me hizo mirarla y sonreír, encontrar en ella un recreo de alegría que ocupó todo nuestro viaje en colectivo. Fue, más bien, su torpeza. Su expresión al ir esquivando gente con las manos ocupadas, como temiendo pisar a alguien. Sus contorsiones tratando, en vano, de no golpear a los demás con su mochila. Su loca idea de sostener su mochila por la correa con sus dientes, mientras, haciendo equilibrio en una sola pierna, reorganizaba los apuntes y libros que sostenía entre sus manos. Y mientras todo eso pasaba, la atención del resto de los hombres estaba en otro lado. Mientras yo soñaba con abrazarla, conocerla, besarla, escucharla... otra mina, fuera del colectivo, atraía todas las miradas masculinas (menos una). Una pollera, dos piernas desnudas. En un día de mucho frío. El esfuerzo y el sacrificio que dan como resultado la belleza. Todos mirando afuera, y yo mirando adentro. Totalmente enamorado, y enamorado de eso, de ser el único que la miraba enamorado.