viernes, 29 de noviembre de 2013

Sumisión (¿mi misión?)

  No hace falta que nos veamos, para que mi mirada no te pese.
  Ni hace falta que hablemos, para que no te torturen mis expectativas.
  Me alcanzará saber que estás, en algún lugar, con alguien más. Me tendrá que alcanzar con que sepas que estoy.

  Pero flaco, me caés mal.

  Ah. Bueno. No, está bien. Todo bien. Che, ¿el 79 pasa por acá? ¿No sabés?


miércoles, 20 de noviembre de 2013

El sorteo

  - Escúcheme, Don Carlos. ¿Sabe ya cuándo van a hacer el sorteo?
  - ¿Cómo dice?
  No se escuchaban, de fondo sonaba el teléfono del local, un teléfono de disco ancestral, con una campana capaz de hacerse escuchar a dos cuadras. García volvió a repetir su pregunta, pero esta vez gritando.
  - Ah, el sorteo. No, García. No se sabe todavía. Pregúnteme mañana. O pasado. Pero no deje pasar más de dos días, eh, recuer--
  - Sí, ya sé, que pasados dos días de no reclamado el premio se vuelve a sortear. Me lo dice siempre, Don Carlos.
  - ¿Cómo dice?
  - ¡Que ya sé!
  García se retiró, desganado, olvidando saludar a Don Carlos. "No es para tanto", pensó. "Mañana lo vuelvo a ver. Lo veo todos los días".
  Habían pasado cuatro meses desde que había comprado el boleto de lotería. Tendría que haberse sorteado a la otra semana, pero, por alguna razón, lo habían pospuesto de manera "indefinida". Así decía el comunicado del Ente Organizador de Juegos de Azar (EOJA). Y así lo repetía su vocero lunes a lunes, en su conferencia de prensa. García había escuchado ya a varios de sus compañeros contando, risueños, cómo habían perdido y olvidado ya sus boletos. La resignación había ya eliminado a varios de sus competidores (calculaba, extrapolaba), y eso sólo ayudaba a García a seguir pendiente del eventual sorteo, de no perder el boleto, de no dejarse vencer por la desidia y la apatía. Así es que, todos los lunes, acudía a la conferencia de prensa del vocero del EOJA, donde era, casi siempre, el único asistente. Y día a día visitaba a Don Carlos, claro, su quinielero de confianza.

  El teléfono lo recibía sonando otra vez.
  - Buen día, Don Carlos.
  - ¿Eh?
  - ¡Buen día!
  - Ah, sí, todo bien. ¿Qué necesita?
  - ¿No se imagina?
  - Hable más fuerte, no alc--
  Don Carlos acercaba su oreja derecha por encima del mostrador. García ya estaba acostumbrado, pero no podía creer que la conversación fuera igual todos los días.
  - Atienda, Don Carlos, por favor. Atienda el teléfono. Después hablamos.
  - No, el cliente cara a cara tiene prioridad, siempre. Sería una falta de respeto.
  El quinielero ya gritaba también.
  - ¿Sabe, Don Carlos? Si usted atendiera alguna vez el puto teléfono, yo no vendría todos los días. De hecho, antes de salir, siempre lo llamo. ¿Por qué no atiende?
  - Siempre tengo gente, García. ¿Qué necesita? Dígame o deje pasar a Martita, que está detrás suyo esperando.
  Martita había dejado de ser Martita hacía, mínimo, cuarenta años. Era una vieja con todas las letras. Sus bufidos y mohínes de impaciencia lo comprobaban.
  - El sorteo, Don Carlos. ¿Para cuándo?
  - Todavía nada, García. No se sabe. Pase mañana.
  - No. Mañana atienda el teléfono.
  - Siempre y cuando no tenga gente...
  Saludó a Don Carlos y a Martita, que no le devolvió el saludo, y fue hasta la oficina. Sentado en su cubículo, miraba su boleto y se preguntaba en qué momento ese pequeño papelito, esa promesa de ponerle un fin a la rutina si la suerte lo elegía, se había hecho parte del tedio que debía ayudar a destruir. "Tenés que aguantar, macho" se decía. "Ya lo van a sortear".

  El teléfono sonaba. La persiana estaba baja, pero el teléfono sonaba. Esperó y, a los cinco minutos, salía Don Carlos.
  - Buenas noches, Don Carlos.
  - ¿Eh? ¿Qué hace acá, García? Ya cerré.
  - No me atendió. Llamé todo el día y no me atendió.
  - Mucha gente, García. Pero le tengo una buena noticia: el sorteo todavía no se sabe cuándo se hace, pero hoy se vendió el último número. Ya no hay más boletos, eso tendría que acelerar las cosas, ¿no cree? Póngale la firma, antes de fin de mes se sortea.
  - Le tomo la palabra, Don Carlos.
  - No, ojo, no es oficial, es mi... mi corazonada. Mi apuesta. Y yo de apuestas sé, ¿eh?
  Don Carlos reía, evidentemente tenía mucho mejor humor luego de cerrar su modesto local. Se despidieron, pero antes de alejarse demasiado, García se volvió.
  - Dígame, Don Carlos: ¿por qué mierda no desconecta el teléfono?
  - No, García. Eso sería una falta de respeto. No, no. Jamás.
  García se volvió a su casa, convencido de que el quinielero definitivamente lo gastaba. En el camino, sacó el boleto de la billetera y lo miró, como hacía todos los días, a todas las horas. Algún día lo tenían que sortear. Había pasado un día más. Quedaba un día menos.

  Terminó de anudar su corbata, y volvió a intentar convencerla.
  - ¿No venís, Claudia?
  - No. Y, francamente, me parece ridículo que vos vayas.
  - ¿Desde cuándo es ridículo ir a un funeral? Despedir a alguien que veías todos los días, rendirle tributo. ¿Qué hay de ridículo en eso?
  - Era tu quinielero, negro. No tenés nada que hacer ahí. Es una falta de respeto a la familia. No me metas en eso. Yo no voy.
  - Bueno. Igual les mando tus respetos.
  García se fue, solo. Llevaba su boleto encima, como siempre.

  Luego de la muerte de Don Carlos, García tuvo que depender de los informes del EOJA, exclusivamente. No le gustaba el muchacho que lo reemplazaba. No confiaba en él, en sus pearcings, en su pelo violeta, en sus anteojos de marco celeste. La rutina se le hizo más engorrosa, porque el edificio del EOJA le quedaba mucho más lejos, pero no veía otra salida. Eso sí: había que reconocer que el pibe nuevo atendía el teléfono. Lástima que fuera tan poco confiable.

  - Negro. Negro. Negrito, ¿dormís?
  Que Claudia lo despertara en medio de la noche era una mala señal. Lo primero que pensó es que, en algún momento, hacía añares, ella podía despertarlo para coger. Pero esa ya no era una posibilidad.
  - ¿Qué, Claudia? ¿Qué pasa?
 - ¿Vamos a ir con mi hermana al glaciar? Son dos semanas. Hace un montón que no salimos de campamento.
  García se lo veía venir. Y Claudia sabía la respuesta. Era una conversación cerrada de antemano. ¿Para qué volver a tenerla? ¿Y para qué a las tres de la mañana?
  - No, chola. No. No puedo irme. Tengo que estar acá, ya sabés.
  Claudia se incorporó, hecha una furia. La ternura con la que había iniciado el diálogo desapareció en menos de un segundo.
  - ¡Dejá de romper las pelotas con esa lotería! Hace años que esperás el sorteo, no podés dejar que tu vida esté alrededor de eso, ¿no te das cuenta de que sos el único boludo pendiente de ese sorteo de mierda, cuando todo el mundo sabe que no se va a hacer nunca?
  García respondió, calmo.
  - Se va a hacer, se va a hacer. No pueden no hacerlo. La gente pagó por los boletos, lo van a hacer.
  - Pedí que te devuelvan la plata, como hizo todo el mundo. O mejor, olvidate del asunto. Diez pesos roñosos te salió el boleto. Venite conmigo, vamos al glaciar. No seas tarado, por favor. Hacelo por mí.
  La ternura había vuelto.
  - No puedo, cholita. No puedo.
  Al despertar, García vio las lágrimas del otro lado de la almohada. Pensó que estaba obrando mal, que todo se le estaba yendo de las manos. Más tarde vio el boleto, y olvidó por completo las lágrimas y la almohada.

  "Claudia, soy yo. No veo por qué no volviste a casa. Entiendo que fuiste de campamento con tu hermana, entiendo que fuiste sola porque yo no fui capaz de acompañarte, entiendo que no me avisaras porque estabas enojada conmigo, pero no entiendo por qué no volviste."
  No le atendía el teléfono, su cuñada tampoco, así que el e-mail era su única vía posible de comunicación.
  "Acá estamos bien, el gato te extraña. Llamame, o atendeme. O volvé, directamente. No tiene sentido todo esto, exageraste. Yo te quiero."
  No alcanzaba. Hacía falta decir algo más. Dudó bastante, pero finalmente lo escribió.
  "P.D.: si gano el sorteo, ¿volvés?"

sábado, 16 de noviembre de 2013

Cruel, pero justo

  - ¿Por qué ya no me hablás?
  - Creo que podría preguntarte lo mismo.
  - ¿Podrías? Preguntarme eso demostraría que querés que te hable, o que por lo menos lo esperás.
  - Puede ser, ¿no? Capaz que es por eso que no lo hago, y que vos hacés este planteo.
 

martes, 12 de noviembre de 2013

Ojos azules

  Si bien era mi primera vez en el calabozo, sentía familiar la vista de los barrotes desde este lado. Mi vocación era la del prisionero. Tenía sentido mi aislamiento, mi privación de libertad. Yo la había buscado, había intentado escaparme cuando no había todavía de dónde escapar.
  - ¿Cuándo me van a dejar salir, Gómez? ¿No te das cuenta de que no soy como los demás?
  - Claro que no sos como los demás. Y es la mejor razón para no soltarte.
  Fui un imbécil, ¿cómo no anticipé su respuesta? Había sufrido lo mismo que el resto de los cautivos, es cierto. Pero yo me había recuperado. O, mejor dicho, había recuperado parte de mi conciencia, de mi antigua vida. Pero no estaba recuperado, y eso me hacía peligroso. Imbécil.
  - Dale, Gómez. Sabés que me necesitan. Aunque sea, péguenme un tiro. No malgasten la poca comida y agua que nos queda para alimentar un prisionero peligroso.
  - Mirá, Floro. Nunca me caíste demasiado bien. No tires de la cuerda. ¿Estamos?
  "Floro". Así me bautizaron. Me gustó desde el primer momento. Podrían haber asociado las flores que me gusta recolectar y clasificar con algo femenino. Pero no, por suerte eligieron "floro". Es un apodo claramente masculino, esa "o" final y grotesca lo prueba. Siguen queriendo decirme "puto", pero es más sutil, y quizás ese sentido pueda perderse con el tiempo.
  - A mí, en cambio, siempre me caíste bien, Gómez. Por eso pensaba que esta noche, en que te toca ser mi carcelero, pudiera ser la de mi liberación. Pero bueno, ya veo que no. Por lo menos comunicale al comandante mi petición de cambiar comida y agua por algunas balas para mí y para el resto de los "traidores dormidos".
  - Vos bien despertito estás. Ojalá fueras como el resto.
  La carta de diferenciarme del resto de los prisioneros ya no me iba a servir. La había jugado mal, quizás ni siquiera tuviera la oportunidad de jugarla otra noche. Qué imbécil. Me olvidé de Gómez por un momento, y los ojos de afuera volvieron a llamarme. Los ojos que habían empezado todo. Hacía meses que estábamos encerrados, todos, en una pequeña base de campaña improvisada en ese bosque que parecía cubrirlo todo. Varados ahí, cagados en las patas porque no sabíamos por qué habíamos ido a parar ahí, por qué de repente los vehículos dejaron de funcionar, por qué ese bosque parecía ser habitado sólo por lobos, o criaturas que se les parecían tanto, al menos. Eran definitivamente más peligrosos que los lobos.
  - ¿Les viste los ojos, Gómez?
  - ¿Vos estás en pedo? ¿Querés que termine como vos?
  - Tsk, no, no de los lobos. Los ojos de los traidores. Ya no son los mismos. Están como vacíos. ¿Los viste?
  En los primeros días, los de exploración y esperanzas de reanudar la marcha, los lobos probaron ser más veloces, más crueles y mucho más inteligentes que cualquier mamífero, exceptuando al hombre. Pero parecían lobos, eso era cierto. Una vez que nos decidimos a sólo intentar sobrevivir, esperando un rescate que, ahora yo lo sabía, nunca llegaría, la batalla con los lobos cesó. Dejaron de atacarnos, y se sentaron a esperar. Mirándonos. Detrás de cada ventana, había un lobo. Siempre. Cada vez que alguien miraba hacia el exterior, un par de ojos azules respondía a esa mirada. Y emitía un llamado. Débil, pero constante.
  - ¿A vos también te llamaron, Gómez? ¿Te llaman?
  - Callate, por favor.
  Lo llaman. Seguro que lo llaman. Pero no como a mí. Conmigo es diferente, lo sé. Por eso estoy despierto, por eso no soy un "traidor dormido". Todos los que escucharon (o, mejor dicho, obedecieron) el llamado de los lobos, la orden que esos ojos azules impartían, cayeron en un estado catatónico. Una vez detenidos, claro. La llamada es simple. Sólo piden que les abramos las puertas. Que los dejemos entrar. Nos matarían a todos, seguro. Es por eso que los traidores dormidos están encerrados, es por eso que Gómez se rehúsa a dejarme caminar libre por la base. Yo abatí al primero de los traidores, quitándole el sueño que el resto disfruta. Se llamaba Bocchio. Miento: se llamó Bocchio. Porque los ojos de los lobos quitan la voluntad, roban la identidad de los cuerpos. El que se acercó por primera vez intentando abrir las puertas del complejo no fue Bocchio. Fue el cuerpo de Bocchio, pero ya vacío de su esencia, un mero instrumento para intenciones ajenas a su perdida naturaleza. Un traidor, bah. Le di dos tiros por la espalda, y derribé también a un lobo que casi alcanzó a atravesar el umbral de la puerta que el cascarón de Bocchio había dejado abierta. Fui un héroe. El primer héroe. El primer héroe, y ahora el último traidor.
  - Gómez, ¿vos te acordás de la primera vez que se manifestó esta especie de síndrome de Estocolmo? ¿Te acordás?
  - No.
  Miente.
  - El primero fue Bocchio. ¿Te acordás de Bocchio?
  - Hm.
  - Yo lo frené. Si no fuera por mí, todos estaríamos muertos. Todos. Y ahora me tienen acá encerrado.
  - Te tenemos encerrado porque después hiciste lo mismo que él. Les quisiste abrir la puerta.
  - Pero ahora estoy bien. No me va a volver a pasar. De hecho, creo que es más probable que te pase a vos antes que a mí. ¡Soy el único que sobrevivió al llamado de los lobos! Vos sos más peligroso que yo. Tendrías que estar de este lado de la jaula.
  Finalmente lo había hecho enojar. Se levantó de su silla y se acercó, con la cara transformada por la furia. Me acerqué a la reja, y lo miré a los ojos. Y pasó. Fue tan simple. Lo miré, y toda su furia desapareció. Toda expresión en su cara se disipó. Era un cascarón vacío. Y me abría la puerta. Salí de mi jaula y me coloqué detrás de él. Saqué de la funda el cuchillo que llevaba atado a su pierna, y lo apoyé en su cuello. Ni siquiera cuando le corté la garganta pude atisbar expresión alguna en su rostro. Lo dejé caer sobre el charco de su propia sangre y me dirigí hacia la entrada principal. Era tarde, casi todos dormían. Pero la puerta estaría protegida, por dos guardias. Después de tantos episodios como el mío (ninguno como el mío, en realidad, todos estaban catatónicos), habían redoblado la vigilancia. Pero no me importaba, sabía que mi deber era abrir esa puerta. Era curioso, pero no guardaba recuerdo alguno de mi primera "traición". La primera vez que intenté abrir la puerta, había perdido la conciencia: yo también era un cascarón vacío. Pero ahora no. Ahora me impulsaba el regocijo de estar enmendando un error, de estar encaminándome hacia la gloria. Me veía representado como Jesús en "la última cena", con doce lobos alrededor.
  Los ojos de los cadáveres de los guardias me miran, ya sin vida, pero también me hablan. Me llaman Judas, pero la imagen de la última cena permanece inmutable. Abro las puertas al frío de la noche, y veo varios pares de ojos azules esperando. Me divertiría pensar que son doce, pero no tengo tiempo de contarlos. Recién en ese momento se me da por preguntarme: ¿me perdonarán la vida, o será mi cuerpo también parte del festín?