martes, 29 de diciembre de 2015

Las fauces del león, 3ra parte

  A mi viejo le encanta ir al cine. O le encantaba, al menos, hace mucho que no sale de casa más que para cuidar a sus nietas. Ahora le sería imposible, pero hace años que dejó de ir al cine, y en esa época podía hacerlo. Recuerdo un episodio que me pareció clave: mi padre con muchas ganas de ir al cine, invitando a mi madre, mi vieja diciéndole que no, metiéndose en la pieza, siempre a la pieza a ver tele, mi viejo quedándose en casa, porque mi viejo no sale si mi vieja no lo acompaña. Andá al cine, papá. ¿Por qué no vas al cine? Te encanta ir al cine y no vas nunca. Recuerdo haberme jurado no cometer ese tipo de errores en el futuro. Era un chico que creía que podría llegar a tener una relación normal, después crecí un poco y entendí que jamás iba a tocar a ninguna mujer, después crecí otro poco y descubrí que siempre hay alguna mujer que te toca aún cuando te empeñás en decir que no es eso lo que querés, después crecí un poco más y me mandé cagadas mucho peores que las de mi viejo.
  También recuerdo el mes que mi vieja se fue de vacaciones a Italia, a visitar a su familia, dejándonos a mi viejo y a mí solos. Era un época en la que casi ni nos hablábamos, no porque existiera algún rencor, sino porque no había puntos de contacto. Y porque había muchísima culpa de mi parte, no podía mirar a los ojos a mi viejo sin sentirme un desperdicio de tiempo, recursos y posibilidades. No sé qué le pasaría a él, pero sí sé que el cine nos salvó. Ir una vez por semana a llorar al cine juntos, nos salvó.
  Pero mi recuerdo clave es este: un domingo, almorzábamos mi viejo, mi primo Ezequiel, Javier y yo. Hablábamos sobre películas y calculo que estaríamos intercambiando anécdotas sobre salidas al cine. Puedo dar por sentado que yo conté sobre esa vez que fui a ver "el rey león" con Ezequiel y uno de sus amiguitos. Me encanta contar esa anécdota. Mi tía nos deja en un cine a los tres. Los tres somos niños, pero automáticamente paso a ocupar el rol de adulto. Tengo que cuidar a los dos pequeños, tengo que soportar la película de Disney (siendo lo más probable que yo la quisiera ver también), los pibitos en un punto se paran y se ponen a bailar una de las canciones de la película, yo me muero de vergüenza e intento hacer que se sienten. Ellos se cagan de la risa, la pasan bárbaro. Yo, como siempre, me siento fuera de lugar y observado. No es una anécdota graciosa, pero sirve para ilustrar la relación que tengo con mi primo, la de ese momento y la actual. Y la cuento siempre y cuando él esté presente, porque hay amor en esa anécdota, debajo del disfraz que llevan todos mis discursos, escondido detrás del desapego, la sorna, el ridículo, el desprecio. Es la única manera que encuentro de decirle a mi primo que lo quiero.
  En fin, estamos en esa mesa, ese domingo, contando historias de ese estilo, y Javier en un momento dice "yo nunca fui al cine". Recuerdo el silencio, la cara de Javier, y la expresión de mi viejo, porque automáticamente fui a buscar su reacción, él tenía que dictarme qué cara poner, cómo seguir hablando después de esa confesión. Vi el dolor dibujarse en su cara, pero duró poco. Unos segundos después rompía el silencio pronunciando la única palabra que la situación ameritaba.
  "Vamos".

domingo, 20 de diciembre de 2015

Las fauces del león, 2da parte

  Trato de escribir sobre Javier, y encuentro muy difícil poder precisar los tiempos. No recuerdo cuánto tiempo vivió con nosotros. Eso me hace pensar que habrá sido poco. Le preguntaría a mi familia pero el tema de Javier es algo que no se habla, para nada. Nos duele a todos, supongo. La única mención posterior se dio hace unos años, cuando mi vieja, a solas y en voz baja, me comentó "Javier volvió al barrio, ¿sabías?". Le contesté que no y ya olvidé qué me dijo después. No sé si me comentó que vivía con una mina, o si es algo que estoy inventando ahora. Me cuesta mucho recordar, me cuesta mucho escribir. No sé bien por qué lo hago, a quién trato de contárselo. No sé a quiénes se lo he contado cara a cara. Sólo a una persona, me temo. Pero trato de reconstruir, y no sé por dónde empezar. Intento esto:

  Javier se meaba en la cama, prácticamente todas las noches. Gritaba en medio de sus pesadillas, también, usando palabras que no existían, y sólo ahora puedo intentar describirlo como "hablando en lenguas". Yo me cagaba en las patas cuando lo escuchaba. Todas las noches me iba a acostar con miedo, sin saber bien miedo a qué. Miedo a su miedo, quizás, si quisiera creerme buen tipo. Y así, a unos días de que Javier comenzara a vivir en mi casa, toda nuestra relación había cambiado. Antes era ese amigo que venía a jugar a mi patio, sin saber muy bien por qué. Ahora era un pibe torturado que dormía en la habitación siguiente a la mía, un pibe al que seguro le habían hecho muchísimo daño. Ya no podía tratarlo igual, no sabía cómo tratarlo. Todo en él me parecía frágil: su aguda vocecita, su terror nocturno del que no sabíamos cómo hablar, su actitud de sumisión constante. Sus ojos claros.

  Me detengo. ¿Tenía ojos claros? Lo evoco en mi cabeza con ojos claros, pero debe ser una de las trampas de mi memoria. Lo recuerdo frágil, y lo armo acorde a eso: los ojos claros son, en mi aparato simbólico, un indicio de vulnerabilidad. Por eso desconfío. 
  También desconfío de mi capacidad para observar esos detalles. Tengo muy presente un momento vergonzoso pero edificante, de otra etapa de mi vida. Chateando, una hermosísima mujer con la cual ya había salido un par de veces, me convenció de que no tenía ojos claros, cuando en realidad ese era uno de sus rasgos más llamativos. Pasado el chiste, creo que se entristeció pensando que yo no la registraba, o que no le prestaba atención. Y algo parecido me pasó en otra ocasión, con otra hermosa mujer, cuando después de años de amistad tuve que parar una conversación para mirarla bien de cerca y constatar que sí, que tenía ojos claros y que uno era más claro que el otro, pero me estoy corriendo definitivamente del eje de lo que quería contar. Tengo que volver a Javier, hay algo ahí que quiero contarme, y no sé qué es. Y estoy solo en esto. Como dije al principio, en mi familia no hablamos de Javier. No tengo a quién preguntarle si tenía ojos claros o no.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Las fauces del león, 1ra parte

  Soy una persona con una muy baja autoestima. Enfermizamente insegura, de manera exagerada. Haciendo tratamiento psicológico me topé con la tranquilizadora frase "la duda es un indicador de sanidad mental", y la abracé con toda mi fuerza. Era una explicación amable: soy sensato y centrado, nunca un cobarde sin registro de la realidad.
  Esta inseguridad me hace una persona celosa. Estar seguro de no valer nada pone en peligro cualquier posición que haya sido ganada. Siempre hay alguien que puede pasar a ocupar ese lugar que, ridículamente, ocupo. Me pasó con mi primo menor. A los tres años, vivía un enamoramiento con mi tía. Pasaba en su casa varios días, no quería volver con mis padres, era feliz con mis tíos jóvenes donde no había hermanos mayores, no había competencia de ningún tipo y todas las atenciones eran para mí. Hasta la llegada de Ezequiel. Cuenta la leyenda que prometí no olvidar nunca "eso" que me hacía mi tía; la llegada de otro niño. Y esa boludez infantil me volvió a ocurrir unos años después, con la llegada de Carlitos.
  Carlitos era un pibe del barrio; un barrio en el cual yo no era uno de los pibes del barrio, porque básicamente no salía de mi casa más que para ir y volver de la escuela, a una cuadra y media. Carlitos comenzó a venir a mi casa, en una época en que yo casi no tenía amigos, o quizás los tuviera pero no se molestaban en venir a visitarme. Repito: por esos años, yo no salía para encontrarme con nadie. Así que Carlitos venía. Mis padres, mi madre, creo, le abrió la puerta. Me lo presentó. "Él es Carlitos". Y comenzamos a jugar. Al menos uno de mis dos hermanos a veces estaba presente y hacía todo un poco más fácil: organizaba algún juego, o al menos servía de intérprete, ya que podía hablar con los dos niños que no podían hablarse entre ellos (toda la culpa era mía, no hay ninguna sorpresa). Y Carlitos se convirtió en mi amigo.
  No recuerdo cuánto tiempo fuimos amigos, y tampoco puedo recordar qué edad tenía cuando lo conocí. No recuerdo mucho de la primera etapa de nuestra amistad. Recuerdo que él tenía pelo largo y que desapareció por un tiempo prolongado, y que después volvió a aparecer con el pelo cortísimo y llamándose Javier, que en realidad "Carlitos" era un apodo, que ese era el nombre de su padre pero que él era Javier. Y en esa segunda etapa comenzó a ser Javier. Creo recordar que esa segunda etapa me encontró más sociable, con otros amigos. Sé que uno, al menos, conoció a Javier. Creo recordarnos a los tres jugando a la pelota, aunque no puedo entender cómo yo podía estar jugando a la pelota al aire libre. Calculo que eran mis intentos por ser un niño normal, o por no estar tan solo todo el tiempo, al menos. Quizás hasta lo disfrutara. Sí, el recuerdo es placentero.
  No sé bien qué pasó entre esa segunda etapa y la tercera. No sé si Javier volvió a desaparecer o si de un día para el otro, comenzó a vivir con nosotros. Ahí entendí un poco más por qué había llegado a mi vida, cómo es que mi vieja me lo había presentado. Carlitos pasaba a pedir comida, y mis viejos le daban. Ahora que escribo esto, pienso que el hecho de que me consiguieran un amigo también fue un acto de caridad, mis viejos debían estar preocupados por mí. En fin, en algún momento mis viejos decidieron que Javier viviera en nuestra casa. Sé que hablaron con su madre, no sé más que eso, pero Javier pasó a ser uno más de nosotros. Y yo no lo pude aceptar. Era mi amigo, lo quería, pero el hecho de que mis viejos adoptaran un chico de mi edad me pareció dolorosamente insultante. Lo acepté y apoyé la decisión desde el plano racional, pero emocionalmente me sentía devastado. Estaba indignado. Recuerdo una fantasía: soplaba las velas de mi cumpleaños número dieciocho, y me iba de casa. Interrumpía el festejo revelando un bolso preparado de antemano, y me iba, haciéndole saber a mis padres que era por Javier, por el hecho de que lo adoptaran, que me iba para siempre. Qué hijo de puta. Ahora entiendo por qué no recuerdo mucho de todo este episodio: era un pendejito de mierda y no lo quiero aceptar.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Tres maneras de equivocarse en la obsesiva búsqueda de patrones (o "no soy tan boludo")

  Tuve una novia que era muy inteligente. Una de las personas más inteligentes que conocí en mi vida. La segunda más inteligente, seguro. La más inteligente, puede ser. Hace unos siete años, más o menos, me prometió que se iría del país el día que Macri fuera presidente. Para probar que ella era mucho más inteligente que yo, me reí de su miedo, asegurándole que un pelotudo como Macri jamás llegaría a presidente, que se quedara tranquila. En realidad, estaba tratando de tranquilizarme a mí mismo. Yo no me quería ir a vivir a otro país, y no podía pensar en no vivir con ella. Las cosas cambiaron. Y hoy (un hoy que no es hoy, pero que casi), Macri es el presidente. Esa promesa sólo me la hizo a mí. O no, es decir: el día que me lo dijo, no había nadie más escuchándola. Y en las incontables charlas de política que compartimos con otras personas, no la escuché repetirlo. Quizás sea el único al tanto de su promesa. Quisiera saber si la recuerda. Quisiera saber dónde está, quizás ya no esté en el país. ¿Quisiera saber de ella? No lo sé, en momentos de angustiante soledad es difícil darse cuenta de cuánto valen los demás, de si los otros son las personas que se supone que tienen que ser o si son, más que nada, un remedio para esa tremenda angustia. Lo que sí sé, y creo que es lo más triste, es que quisiera saber si tiene planeado irse, porque me gustaría volver a la casa que compartíamos. Quisiera saber si no me la alquila.

  Salí con tres mujeres en toda mi vida. Las tres usaban (usan, calculo, pero el pretérito es el único tiempo del que puedo estar seguro) sus segundos nombres para identificarse. Las iniciales de esos nombres son, en orden cronológico, "A", "L" y "E". ALE. Si hay alguna especie de orden superior, acabo de entender lo que me quiere decir: se llegó a donde se tenía que llegar. Aunque también recuerdo la sentencia de un amigo muy querido, el más sincero y bestial que tengo, que alguna vez, al escucharme describir a una chica que me gustaba (ni "A", ni "L", ni "E", sino la única chica que me gustó que no me dio bola), me espetó un "Kaos, tenés que dejar de enamorarte de vos mismo". Así que puede ser obra de un orden superior, u obra mía, que soy capaz de manejar la realidad que me rodea de manera simbólica para dictar señales oscuras y ambiguas. O puede ser una casualidad, claro. Pero no puedo perder la oportunidad de compararme con Dios, ¿no?

  Casi no estoy leyendo, pero nunca en mi vida compré más libros que ahora. También me compré más instrumentos de los que podré aprender a tocar en mi perra vida, pero bueno, estoy rellenando vacíos con cosas. Lo hacemos todos. Lo que me llama la atención es qué libros estoy comprando (y leyendo). Son libros que me recomendó o que le gustaban a una piba que sé que no voy a volver a ver. Son libros que me quedé con ganas de comentar con ella, para enterarme de su opinión. ¿Para qué elegirlos, entonces? La respuesta real es que son libros buenos, buenísimos. Aunque me asusta pensar que, quizás, sea una manera de fingir que la conversación con esta persona continúa, o que es posible, que me tengo que preparar para cuando finalmente se reanude. Son libros buenos, nada más. No soy tan boludo. No soy tan boludo. No. No soy tan boludo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Fumo

  Fumo para envenenarme. Estamos ahí para que ella se desintoxique, y me parece lo más adecuado. Así siento que se mantiene cierto tipo de equilibrio, así hay alguna interacción, aunque ella duerma. Aunque ella se haya acostado a dormir vestida, apenas dejando caer sus sandalias, un minuto después de que entráramos a la habitación, su siesta y mi cigarrillo funcionan como acción y reacción. La veo dormir, vigilo su sueño. Y fumo.
  Fumo uno de sus cigarrillos, fumo un cigarrillo completo por primera vez en mi vida. Lucho contra la tos, hago lo imposible por no despertarla. Siento que una columna de humo me desgarra la garganta, me arde la nariz como nunca antes, me siento respirando fuego y recuerdo los momentos de mi niñez en que, torpemente, respiraba agua en una pileta o en el mar. Es un ardor parecido. Pienso en la similitud entre el agua y el fuego. Opuestos que se tocan, opuestos como nosotros, pero ahí está ella, durmiendo, y yo no la toco.
  Fumo buscando el sabor de sus besos. Chupo el cigarrillo imaginando su propia expresión al hacerlo. Soy una marioneta, uso mi cuerpo en la oscuridad de la habitación para darle vida al otro cuerpo, al inanimado, al cuerpo hermoso que descansa, por fin, en la cama de este hotel. Imito gestos suyos que nunca he visto pero que intuyo. La dejo dormir pero la mantengo despierta, en mi propio cuerpo.
  Fumo para darle vida a la llama que la ilumina. Doy pitadas suaves, contengo la tos, lloro del dolor. Todo para poder verle el pie desnudo, colgando de la cama. Me apuro a recomponerme para poder pitar otra vez, y veo su pelo. Algunas lágrimas después, alumbro las curvas del cuerpo que se dibujan por debajo de las sábanas.
  Fumo hasta que empiezo a toser, me levanto y rápido voy hacia el baño. Sigo con todas las luces apagadas, mis ojos se acostumbraron y desde lejos vigilo que no se haya despertado. Me insulto por lo bajo cuando la veo cambiar de posición. Sé que la desperté, pero por suerte no del todo. Se vuelve a dormir, sigue en su limbo, no recuerda que afuera de este hotel está por perder su trabajo, y que la esperan un noviazgo en crisis, un proyecto de amante que no prosperará y un insomnio insoportable.
  Fumo, sigo fumando desde el baño, retrasando el final. Doy la última pitada, totalmente asqueado. Nunca más volveré a fumar. Me encuentro con un cigarrillo encendido en un lugar extraño, y dejo de pensar en ella. Ya han vuelto a mi cabeza las mismas limitaciones de siempre. El hecho de no saber cómo apagar el cigarrillo se convierte en un problema insoportable, y olvido que comparto una habitación de hotel con una mujer hermosa. Cuando finalmente, imitando lo visto en alguna película, lo apago usando el agua de la canilla del baño, exactamente en ese momento, ella despierta. Está en su cama. Mira hacia su biblioteca, nota la ausencia de un libro. Se da vuelta y ve, al otro lado del marco de la puerta, a su novio sentado en el sillón, leyendo. Recuerda vagamente el sueño que la acompañó durante la siesta. Soñó que yo la veía dormir, mientras fumaba. Le parece un lindo sueño, aunque algo triste. Pasadas algunas horas, mientras cocina y ve el noticiero, recuerda por última vez el olor de un cigarrillo en una habitación de hotel y olvida su sueño para siempre.

martes, 22 de septiembre de 2015

Otra voz

  Van diez minutos de recital y me estoy preguntando qué mierda hago ahí. ¿Qué buena razón tengo para estar en un recital? No escucho nada, es todo una pelota de ruido, no salto, no canto, odio a la piba que me roza. Veo a la banda en el escenario y me cago a pedos, me digo cholulo, es eso, no hay más que eso, si quisiera escuchar la música escucharía un disco, acá no escucho nada, estoy ahí para ver a Mike Patton haciendo morisquetas. Me doy asco.
  Una hora y media después estoy saliendo, afónico y riéndome, riéndome de lo contento que estoy, pensando que hacía un montón que no estaba contento, palmeando a mis amigos con los cuales no compartía algo desde hacía mucho, pensando en cuánto los quiero y en que en algún momento temí haberlos perdido. Pienso también en la mina que me rozaba, qué copada que parecía, cuánto me gustó. Y sigo cantando, canto sin voz, sin mi voz, al menos. Tengo una voz rara, no me quedé sin voz, sino que tengo otra voz. Y me gusta. No es como la voz de mierda que tengo siempre, la que mañana voy a volver a tener. Es otra voz. Y canto, emocionado, uno de los temas más lindos que conozco.
  Una hora después estoy viajando en un auto, con un remisero que me cae para el orto, un forro inexplicable. Escuchamos cumbia villera, y de la mala (porque hay cumbia villera buena, cerrá el culo). La cosa empeora: aparece Rod Stewart. El tipo me empieza a hablar, como hace siempre. No me importa en absoluto lo que me dice, pero contesto. Y escucho mi otra voz. Y soy otro. Y le hablo. Le digo que no es tanto problema que llueva el día de la primavera, que los mejores días de la primavera los pasé con días de mierda. Como la vez que tomamos el ácido entre todos y la flasheé como una semana entera pensando que me había vuelto loco, porque sentía el cerebro, ¿entendés?, lo "sentía", tenía peso, forma, sabor, color, y se me movía todo el tiempo. O la vez que me cogí a Estefania, llovía y estábamos en la plaza, fue medio rápido pero estuvo buenísimo, después me fui y al llegar a mi casa vi que no tenía las llaves, tuve que volver y me puse a buscar en el barro y las encontré y me las llevé, y en la puerta de mi casa vi que no, que en realidad eran las llaves de Estefanía, que había vuelto también pero se había llevado las mías. O la vez del brownie loco que comió el Tomi, que jamás había tomado cerveza, siquiera, que se terminó cagando encima cuando estaba transando con la piba que le gustaba. Armo un pastiche de todas las historias que me contaron y que jamás podría haber protagonizado, y las exagero, y las cuento con mi nueva voz y me importa una mierda. Lo mejor de todo es que al remisero también le importa una mierda. Él me sigue contando que tiene una tele en el baño.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Un mal mes, nada más

  La mentira es el mejor invento de la humanidad, mucho más importante que la rueda. O quizás sea un descubrimiento, quizás la mentira como concepto pueda existir aún sin humanidad. En ese caso, sería un descubrimiento más importante que el fuego. Es el verdadero motor de la especie. Con todo lo bueno y lo malo, por supuesto. Pero donde miremos, está. Y cuanto más importante es el problema, más grande es la mentira que lo soluciona. ¿Cómo vivir sin entender que vivir es morir algún día, si no fuera por la religión y su bálsamo incapaz de rechazar? Pero no, no voy hacia allá ahora (no voy hacia ningún lado, escribir esto y eventualmente publicarlo no es un paso hacia ningún lado).
  La mentira más útil suele ser la propia. La que nos decimos para poder construírnos ante nuestros propios ojos y ante la mirada de los demás. Potentísima, generosa, infaltable. En la gran mayoría de los casos, ninguno de nosotros tiene ni puta idea de quién es realmente. Y si bien este es un tema filosófico inacabable, yo me detengo en una cuestión más superficial: la autodefinición. Más allá de las etiquetas que nos pusieron los demás, esas que tampoco son tan fáciles de sacar, están las que nos encanta vestir y que nos pusimos solitos. A mí me encanta decir que soy bueno, por ejemplo. También digo (y ya nos vamos acercando) que nunca miento. Me parece buenísima porque se explica a sí misma. ¿Cómo no me vas a creer? ¿No escuchaste que nunca miento?
  Una variación del "nunca miento" es, justamente, la etiqueta que me empuja a escribir esto. La de "no tengo filtro". "Yo voy de frente, no me importa nada". "¿Sabés lo que pasa? La gente no me banca porque digo las cosas como son". No, tesoro. La gente no te banca porque sos imbancable, justamente. No decís grandes verdades, lo que decís son estupideces, generalmente agresivas. Hay una confusión impresionante entre la agresividad y la sinceridad. Decirle a alguien "vos te creés que silbás bien y por eso silbás todo el tiempo, ¿no?" es de mal bicho, no de "sincericida".
  Entiendo la necesidad de atención. Todos la entendemos. Y la encantadora ilusión de que tenemos algo interesante para decir. Pero hay que aprender a distinguir qué vale la pena decir y qué no. En Educación Cívica, por ejemplo, tendrían que enseñarnos a detectar en los interlocutores la total falta de interés. No podemos seguir hablando solos, todo el tiempo, sin importar quién está delante. Es increíble la cantidad de gente que habla completamente sola, y no hay manera de hacerles entender que vos también sos una persona, que no sos el espejo del baño con el cual practican las caras y los tonos, que tu función en este universo no es ni será jamás festejarles nada.
  Pero no. Es mucho más fácil mentirse a uno mismo. Decirnos que todo lo que pensamos es interesantísimo, que tendremos nuestras limitaciones pero que tampoco es que me chupo el dedo, imaginate, a mí me hiciste eso una vez y ya está, agarrate porque no paro, yo boludo no soy, aparte a la gente así habría que encerrarla y reeducarla, no piensan, no entienden nada, ¿y te conté lo de Martín?, el otro día me llamó porque necesitaba un y bla bla bla.

  Hacenos un favor. No le expliques más a nadie cómo sos. Se nota. Y no tiene nada que ver con lo que decís. Nada.

(borrador para la campaña de "dejá de hablar huevadas", este es un proyecto que empecé hace unos años, porque tengo varios proyectos, yo soy así, inquieto, y otra cosa es que soy como muy consciente, ¿no?, a veces me juega en cont-- che, ¿adónde vas? ¡te estoy hablando! ¡CHE!)

domingo, 16 de agosto de 2015

Un mal día, nada más

  No aguanto más. No aguanto más a la gente. No me aguanto más, la autorreferencia constante me obliga a odiarlos, a verme en cada uno de sus fracasos y vergüenzas.
  Hoy pasó por la librería una piba acompañada por su madre. Resultó ser una "cuentacuentos". Sí, eso hace. A eso se quiere dedicar. "Ya contó cuentos en la feria del libro", me dice la madre. Y yo ya no siento ternura por estos personajes, no me pareció simpática ni soñadora, me pareció una pobre piba, inmersa en una nube de pedos. La ayudé a elegir varias antologías de cuentos, pero siempre desde la distancia, me cansaba escuchar su optimismo mientras hablaba con la madre. Y tenía tantos modismos que me habrían caído bien en otra época: olía los libros, era amable, se expresaba con palabras un tanto peculiares (me llamaba "muchacho"). Además de que era linda, muy linda. ¿Qué pasó? ¿Qué me pasó en el camino? Porque si bien la literatura oral siempre me pareció una paja con público, esta piba me tendría que haber caído bien. Pero no. Quería que se fuera, que se llevara su sueño imbécil con ella. Que se llevara a la madre a otro lado, a pagarle otras cosas. Probablemente, porque no podía dejar de verme en ella. Un forro, que quería ser escritor, quizás sólo por el hecho de poder definirse con alguna palabra. Hola, soy escritor. Uh, qué bueno, yo soy cuentacuentos. No, basta. Andate. En el medio atendí mal a otra piba linda más, y me sentí culpable. Intenté arreglarlo con la cuentacuentos tratando de averiguar, antes de que se fuera, dónde solía contar sus cuentos. Y eso me llevó a un canal de youtube, que no puedo mirar más que de costado por la vergüenza ajena que me hace sentir. Mirá, tengo un canal de youtube. Ah, buenísimo: yo tengo un blog.
  Poco tiempo después llegó un chabón con la madre. Otro aparato (digo "otro" siendo el primer aparato yo) acompañado por la madre. Otro huevón que le hizo gastar a la vieja como una luca en libros pelotudísimos sobre la segunda guerra mundial. ¿En serio, gordo? ¿Eso hacés? ¿Sacar a tu vieja de paseo para que te compre libros boludos? Y otra vez lo mismo: me veo llegando a mi casa (no, a mi casa no, a la casa de mis viejos) dejando ropa en un cesto para que mi vieja la lave mientras me pongo a jugar al GTA V. ¿En serio, gordo? ¿Eso hacés?
  Y siento que mi vida es un poco eso: encontrarme con la misma situación, en todos lados. Escuchar cosas que no me interesan, verme obligado a contar aquello que no le interesa a nadie. No sé en qué momento pensé que podía llegar a ser otra cosa.