domingo, 2 de marzo de 2014

Mi año como poeta, Ep. I

  "¿Por qué no escribir poesía?", me dije. Era fácil contestar: porque la poesía no me gusta, o no la entiendo, o directamente me parece una manera muy mediocre e impostada de "darse aires de". El poeta es poeta aun antes de escribir poesía. Eso quizás fuera lo que me asqueaba, la postura, el afán exhibicionista de ponerse un mote grandilocuente ante los demás. "¿Y vos qué hacés?", me preguntaban. Y empecé a contestar: "soy poeta".
  Deberé reconocer que sólo le encontré ventajas, una vez superado el asco inicial, que, por otra parte, también era lo que siempre me frenó a la hora de escribir prosa, o de cantar, o de tocar cualquier instrumento, o, incluso, de tocar cualquier cuerpo. De hablar, de caminar, de comer, de lo que sea, sí. En fin, siendo poeta, todo fue mejor.
  Todo empezó con Florencia, que se presentaba como Flor, ella también era poeta, obviamente. Si le decía Florencia, la enojaba. Era Flor, hasta allí llegaba esa necesidad de nombrarse, de otorgarse una identidad que se dejara traslucir en el nombre. No era Florencia. Era Flor. Era obvia, eso es lo que era.
  Flor también era poeta, mas no era poetisa (nota: poner "mas" en vez de "pero" es uno de mis nuevos vicios como poeta, confío en que el lector podrá perdonármelo). Decía: Flor no era poetisa. Jamás entendí por qué. Jamás entendí qué tienen en contra de la palabra "poetisa" todas estas nuevas poetas. Feministas gramaticales, capaces de cometer crímenes como escribir "lxs", "compañerxs", "amigxs", de inventar palabras como "testiga" (juro que lo escuché de boca de una de mis compañerxs poetas), o de sólo caer en la incomodidad de la corrección política del "amigos y amigas". Capaces de tales atrocidades, ellas, las que supuestamente aman a las palabras, despreciaban una palabra que tenía genero, que estaba pensada para ellas, que las ayudaba a diferenciarse de sus compañeros poetos (¿por qué no?) y que además, era hermosa. La palabra "poetisa" es hermosa, como se supone que tiene que ser una poetisa. Pero no. Ellas eran poetas. Nunca lo entenderé.
  Fue fácil convencer a Flor de que yo también era poeta. Supongo que es un alivio, ¿verdad?, que alguien que conocés desde hace tiempo, pero con quien quizás no llegás a entenderte muy bien de repente te diga "soy como vos, me costó darme cuenta, pero ahora todo va a ser más fácil". Ella estuvo encantada. Casi inmediatamente me invitó a una de esas reuniones a las que sistemáticamente evité ir (tratando siempre de explicarle por qué rechazaba la invitación, tratando de que no volviera a invitarme, que finalmente entendiera que no me interesaba en lo más mínimo, que acompañarla sería un sufrimiento y un insulto a nuestra relación, etc.). En mi nuevo papel de poeta, acepté su invitación. En el camino, mientras íbamos en el colectivo, ella reía, excitadísima. "Te va a encantar", me repetía. "Yo sabía que algún día ibas a venir, me alegra que te hayas abierto a nuevas experiencias". Sí, Flor. Me estoy abriendo como una flor. Somos iguales, estamos hechos de la misma fibra que ilumina el universo entero. Ese tipo de cosas le decía antes, cuando no era poeta, cuando me burlaba de su condición de poetisa (así le decía antes, ya no), cuando me divertía hacerla enojar y cuando me parecía que era lo más honesto, ya que éramos amigos. Ahora, en vez de eso, le dije "Sí, Flor. Me estoy abriendo como una flor. Somos iguales, estamos hechos de la misma fibra que ilumina el universo entero". Le encantó.
  Por fin conocí a sus amigxs. Mis nuevxs compañerxs. Conocí a Luz, a Perla, a Azul (la perpetradora de "testiga"). Las poetas. Los poetos (nunca en voz alta, nunca en voz alta, nunca en voz alta) no me interesaron en lo más mínimo. Ni siquiera me esforcé por retener sus nombres inventados. Recuerdo, sí, que había otro Alejandro, lo que me permitió usar, por primera vez en mi vida, mi segundo nombre, mucho más poético: Ariel. Ariel es nombre de poeta, sí. Alejandro era nombre de matemático. Ariel es nombre de soñador. Alejandro era nombre de especulador. Ariel es nombre de espíritu libre. Alejandro era nombre de oficinista. Después de las presentaciones (o en medio, las presentaciones en este tipo de reuniones no terminaban nunca), Flor me dijo al oído "me encanta Ariel". Por cómo me miró después, entendí que era mi deber de poeta reinterpretar esa inocente afirmación. Ya había conseguido lo que había ido a buscar. Así de fácil fue. Al otro día, mientras buscaba una media perdida en algún rincón de su habitación, entendí que Alejandro era nombre de asexuado, de desagradable, de feo, de impotente. Ariel, en cambio, es otra cosa.

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