lunes, 16 de abril de 2012

Sus propios muertos

  Una fila de personas semi-desnudas arrodilladas, con los ojos vendados y las manos atadas. Tres yacen muertos, ya han sido fusilados. El cuarto de la fila está siendo orinado por uno de los soldados que lo están por fusilar.
  Dos soldados fuman sentados, mientras revisan una cartera. Todo parece indicar que la cartera pertenecía a la muchacha que se ve tirada en la calle, desnuda, a metros de los soldados. Probablemente esté muerta.
  Dos pequeños niñitos lloran desconsoladamente a los pies del cadáver de un adulto, colgando ahorcado de un árbol. Detrás se ve una casa en llamas. Delante de ellos, un soldado los fotografía con su celular.
  Decenas de fotos de ese estilo, postales del horror. El coronel las miraba sorprendido, sin creer que una persona de su misma patria, un paisano de su misma tierra fuera capaz de tal cosa. Indignado, apuró su café y se dirigió hacia el improvisado calabozo. Detrás de la puerta, dos militares vigilaban al fotógrafo, atado a una silla y con su cabeza dentro de una bolsa.
  - Retírense, caballeros. Déjenme a solas con este pedazo de mierda.
  Una vez que los soldados cerraron la puerta desde el otro lado de la habitación, le quitó la bolsa de la cabeza al fotógrafo, y lo observó, en silencio, por dos minutos. El prisionero aspiraba amplias bocanadas de aire, obviamente le había costado respirar con la bolsa alrededor de su cuello, pero se mostraba entero. Golpeado, cansado, pero entero. El coronel trataba de intimidarlo con su mirada indiferente pero atenta. Esperó a que el prisionero dijera algo, o delatara algo con su lenguaje corporal. Pero seguía imperturbable, a la espera él también. El coronel decidió pararse, súbitamente, tratando de alterar de alguna manera a ese hombre que, todavía, no conseguían quebrar.
  - Es fácil para usted. Todo lo que tiene que hacer es esperar ahí sentado. Esperar y aguantar, dejar que seamos nosotros los que actuamos, los que hablamos. Usted es un cobarde. Una rata despreciable, un traidor. Lo peor de todo es esa fascinación por la muerte que tienen ustedes. ¿Qué hay de bueno en convertirse en mártir? ¿Piensa que detrás suyo hay algún otro fotógrafo esperando a retratar su cuerpo tirado en una fosa? ¿Piensa que se lo recordará como un valiente periodista? Despreciable, suicida e ingenuo. Es parte de mi trabajo eliminar gente como usted. Un trabajo que realizo de manera orgullosa. No hay nada retratado en esas fotos de porquería que me avergüence, de ninguna manera. Pero hay mala intención en su mirada, hay mala intención en cada una de esas fotos. Y no voy a permitir que se burle de mí, señor. No lo voy a permit--
  - Permitame el atrevimiento de interrumpirlo, coronel.
  Finalmente habla, pensó el coronel. Y me mira. Me mira a los ojos. Siento su miedo, pero es el miedo de un hombre valiente. Todo esto pensaba, mientras se miraban, hasta que el fotógrafo volvió a hablar.
  - Estoy de acuerdo en todo lo que dice. Estoy de acuerdo con su forma de vida, estoy de acuerdo con su visión del mundo. No soy un reportero pacifista, ni estoy en contra de nuestro gobierno, salvo en pequeñas cosas que no vienen al caso, y me considero un patriota y apoyo esta causa y las acciones bélicas que se están llevando a cabo. Es por eso que entiendo el trato que me están propinando, pero debo decirle que se equivocan, coronel.
  Por primera vez en mucho tiempo, el coronel no entendía qué pasaba a su alrededor, no entendía a esa persona que tenía enfrente, y eso lo enojaba. Aún así, no podía dejar de pensar en ese fotógrafo como en un enemigo que le ganaba una batalla, allí, atado y golpeado, y lo hacía tambalear.
  - Así que estoy equivocado... ¿y cómo sería eso?
  - ¿Me puede desatar y hablamos mejor?
  El coronel se sentía avergonzado. ¿Por qué ese tipo estaba atado? ¿Qué amenaza podía suponerle? Y tantos golpes aguantó...
  - Gracias. Así está mejor. Le repito, entiendo por qué lo hicieron, yo en su lugar, habría hecho lo mismo. Por eso necesito explicarle la situación. Cuando nosotros, y por nosotros me refiero a la gente de nuestro país, nos vayamos de acá, vamos a seguir con nuestras vidas y todo este episodio no será más que unas medallas para usted, las fotos en el celular de aquel soldado, y la sensación de omnipotencia de aquel que toma lo que quiere. Y pronto lo olvidaremos. Pero la gente que queda acá, no siente lo mismo. Van a seguir recordando estos días por siempre, porque para ellos será la gran guerra que sufrieron, quizás la única. Piense usted en cuántas guerras participó. No le alcanzan los dedos de las manos para contarlas. Para usted, es un estilo de vida. Bueno, para mí también. Usted hace y gana las guerras. Yo las retrato. No para denunciarlo, como usted cree. No me llevaré estas fotos a ningún lado. No le interesan a nadie, más que a la gente que aquí se queda. Ellos, que no tuvieron tiempo para retratar su derrota. Y que tampoco tuvieron la oportunidad, justamente, porque está usted, coronel, junto con su ejército, que no permite que nadie se acerque para relatar lo que aquí se vive. ¿Entiende lo que le digo? Estas fotos, son extremadamente valiosas, porque son extremadamente necesarias para este pueblo. Para rehacer su historia, para poder contar lo que ellos vieron, para no olvidarlo. Lo necesitan, desesperadamente, y aún en el estado precario en que se encuentran, pagarán lo indecible por fotos como estas. Así que ahí entro yo. Esto es un negocio, coronel. Y sería un pecado no explotarlo. ¿Entiende ahora mi postura? ¿Entiende que yo también soy un patriota? Nuestra patria es el dinero, coronel. Nuestra patria es el dinero...
  - No sé si creerle. Pero algo de lo que dice es cierto.
  - Todo lo que le digo es cierto. Hace años que vivo de esto. Es un negocio muy redituable el de venderle a los pueblos sus propios muertos.
  Se miraron en silencio durante un minuto.
  - Bien. Lo dejaremos en libertad. Haré los arreglos para que le devuelvan su cámara y sus rollos. Pero el 70% es para mí.
  - No. El arreglo suele ser la mitad.
  - El 70% o nada. Yo soy el que decide. Recuerde que sigue siendo mi prisionero.
  - Discúlpeme, coronel. Pero es la mitad.
  Otra vez esa mirada firme. Ese miedo del que se sabe amenazado, pero que está al tanto de todo. Controlando la situación aún siendo torturado, aún a punto de ser ejecutado. Ahí comenzó a entender todo, por fin el discurso, el lenguaje corporal y la situación se aunaron en una escena que tenía sentido. Tenía razón. Tendría que ser el cincuenta.
  - Perfecto. La mitad.
  Sin esperar obtener el permiso, el fotógrafo se paró y extendió su mano ensangrentada hacia el coronel.
  - Muy bien. Yo lo contactaré, coronel. Ha sido un placer hacer negocios con usted.

martes, 3 de abril de 2012

Siesta

  Me doy cuenta, tarde, de que el recital es hoy. ¿Cómo no lo pensé antes? Todas las entradas están en mi poder. ¿Por qué ninguno de los que va conmigo me llamó todavía? ¿Nadie se acuerda de que hoy es el recital? Miro la hora, pienso. Ezequiel está acá, conmigo. Estamos con nuestra familia, todos ríen, yo me empiezo a desesperar. Le digo "Hoy era el recital, ¿no?". "Ah, no sé, puede ser. ¿Era hoy, no?", me responde. Abro el aparador donde guardé las entradas, pero no las veo. Están las entradas para Secret Chiefs, pero no las de Radiohead. ¿Dónde las puse? ¿Era hoy? ¿Pero cómo es que nadie me llamó? Ah, ahí están. Debajo de aquel libro. Cinco entradas. Las dejo ahí. Una para mí, otra para Eze, otra para Gona, otra para Leandro, y otra para Laüra. ¿Se acordará ella que era hoy el recital? Más temprano hablamos, y me dijo que se iba a dormir la siesta. Debe estar durmiendo, no se acuerda. Mi familia sigue en su mundo, compartiendo risas y comida. ¿Era hoy? Vuelvo al aparador, a ver la fecha de las entradas. ¿Y hoy qué día es? Miro la fecha en mi celular. Mi celular, que cada vez anda peor. La pantalla está rara, me cuesta leer los números. Sí, es hoy, la puta madre. Dentro de una hora y media. Tengo que llamar a Laüra, tengo que lograr que se despierte, se tiene que preparar, tiene que estar lista, nos tenemos que encontrar. Rápido. La llamo, me voy de la casa para llamarla desde la vereda. Suena, suena, no me atiende. Hasta que siento que el tono se corta, y escucho algo así como un ruido ambiente. Me atendió, pero sólo para que deje de sonar. Dejó el teléfono descolgado (aunque con un celular esa expresión no tiene mucho sentido, pero hizo su equivalente: atendió y lo volvió a poner en su mesita de luz). Escucho con los ojos, veo el techo de su pieza, veo ese silencio poblado de interferencia. No me escucha, no me quiere escuchar. Quiere seguir durmiendo, se peleó con la madre y no quiere saber nada de nada. Pero tiene que atenderme, el recital es hoy. Corto. No tiene sentido volver a llamar, me va a dar ocupado. Tampoco puedo mandarle mensajes. ¿Qué hago? A todo esto, le indico a mi primo que llame a Gona y a Leandro, que les avise que es hoy, que las entradas todavía las tengo yo, que nos encontramos allá, pero rápido, tiene que ser rápido, nos vamos a perder a Radiohead. Llamá a Leandro, Eze. Y pienso. ¿Qué hago con Laüra? Vuelvo a buscar las entradas, las guardo dentro de un libro, vuelvo a salir a la vereda. Tengo el número de su casa. Claro, puedo llamar directamente a su casa, hablar con su madre, por primera vez, contra los deseos de ella, hablarle y decirle "necesito que despierte a su hija, tengo una entrada que es de ella, y el recital está por empezar. Entre a su pieza, dígale que me llame". ¿Podré hacerlo? Sí, es la única solución. ¿Se enojará ella después? Es probable. Entro otra vez a la casa, le digo a Ezequiel que nos tenemos que ir. Salimos, empezamos a caminar, le pregunto si llamó a Leandro, me dice que le mandó un mensaje de texto. ¿Y qué te dijo, qué le dijiste? Es un imbécil, le mandó una especie de cita a una canción que nos gusta, el otro no va a entender que-- ¿Por qué no lo llamaste? Ayudame un poco, no puedo hacer todo yo... ¿Qué hora es? Falta una hora para el recital. Ni siquiera nosotros vamos a llegar, y no sé dónde es. Es decir, tengo la dirección, pero no sé cómo llegar. Y no tengo la guía encima. Pará, esperame, tengo que volver a entrar. Esperame acá, y llamalo a Leandro. Vuelvo, agarro mi bolso, donde está mi guía, vuelvo a salir. Una vez afuera, busco la dirección. Está en las entradas. ¿Y dónde dejé las entradas? Estaban en el libro que tenía en la mano, cuando fui a buscar el bolso lo dejé en la mesa del living. Vuelvo entonces, pensando "no llegamos más, y todavía tengo que llamar a Laüra, ¿y Gona? ¿Alguien le avisó?". Salgo corriendo, tenemos que lleg


Las pesadillas de las siestas son las peores.