martes, 20 de diciembre de 2011

Caja de resonancia emocional

Cómo ser una caja de resonancia emocional en 4 pasos:

1) La empatía. Forzar un nivel de empatía altísimo con el entorno es de suma importancia. Hay que sentir lo que siente el otro, o, por lo menos, creer que uno lo logra. Hay que absorber los humores, sean buenos o malos, y potenciarlos. Hay que estar atento a todo, hasta al más mínimo gesto. Todo lo que hagan o dejen de hacer las personas es una señal, un mensaje inequívoco y personalizado.
Cómo ponerlo en práctica: es necesario confiar en el instinto. Pero hasta que eso sea posible, se puede preguntar todo el tiempo "¿te pasa algo?", desconfiando de las respuestas negativas y prestando especial atención a las muestras de creciente irritación que se van sucediendo a cada una de nuestras re-preguntas.

2) La potenciación. Hasta lo más pequeño debe afectarnos. Esa es la clave. Durante todo el proceso, todo estímulo debe ser magnificado y devuelto en tiempo y forma. La meta es ser una gran espiral, un violento vórtice que acelera la velocidad de cada partícula que se acerca. El mundo, allá afuera, seguirá inalterable, pero por dentro, toda nuestra atención deberá estar posada en eso que para el resto de las personas no tuvo importancia, para la mayoría ni siquiera pasó, pero nosotros estaremos allí, alimentando esa idea, fortaleciéndola, acompañando su viaje a través de nuestra vida interior, hasta que sea una bola gigantesca que arrasa con todo.
Cómo ponerlo en práctica: analizar cada palabra y cada gesto ajeno como si de ello dependiera nuestra propia vida. Si el análisis se extiende más de diez minutos, es que encontramos algo prometedor. Con algo de práctica y esfuerzo, cualquier nimiedad puede convertirse en la explicación de nuestro humor durante, como mínimo, una semana.

3) La inter-relación. Descubrir que todo está inter-relacionado. Entender que podemos explicar el mundo y cada una de sus partes, a partir de las experiencias vividas en los últimos días. Que cada idea obsesiva macerada con dedicación, esconde la clave del universo. Que todo se repite, que basta entender una molécula para entender a todas. Que todo se repite infinitamente, hacia lo micro y lo macrocósmico.
Cómo ponerlo en práctica: si los dos pasos anteriores se llevaron a cabo correctamente, este tercero se da por inercia. Tristemente, no hay manera de forzar este tipo de entendimiento si no viene solo. Cultivar el egocentrismo ayuda, como también lo hace el estudio matemático intensivo, o la investigación de teorías conspirativas a gran escala.

4) La devolución. El último paso. El más simple. Todo hasta aquí ha sido un minucioso trabajo de recolección, control y amplificación de las emociones. Ahora, sólo hay que dejarlas salir.
Cómo ponerlo en práctica: hay muchas maneras. Pero casi todas incluyen gritos, lágrimas, discursos acelerados y ciertamente ilógicos, arrebatos amorosos y/o violentos, mudanzas, llamados a las 5 de la mañana, etcétera. Pero algo debe pasar. De alguna manera, todo eso tiene que salir. De otro modo, se corre el peligro de ser... bueno... seguramente conocen a alguien que sea... así.

Y no es agradable.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Negación

  Alguna vez tuve una charla acerca de mi ateísmo con una persona francamente imbécil. Una persona que, en ese momento, pretendía ser mi amigo, pero que pronto demostró su incapacidad para tal cosa. Sí, dije "imbécil" porque le tengo bronca. O le tuve bronca, no importa. El tema es que es un imbécil.
  Decía, que charlé con él explicándole qué era ser ateo. O, por lo menos, qué significaba que yo fuera ateo. Pero no pude hacérselo entender. Y lo más gracioso, es que él se enroscaba siempre en lo mismo, siempre hablándome del diablo, de si yo adoraba al diablo, de si yo era satanista, de si yo odiaba a Dios. No, I., no. Dios no existe, eso es lo que intento decirte. ¿Pero entonces creés en el diablo? No, imbécil. No.
  En fin, luego de esa estéril conversación, una de las últimas charlas amistosas con el pobre I., al que intenté ayudar de todas las maneras posibles (¿ayudar? ¿por qué siempre intentando ayudar? ¿por qué siempre creyéndome capaz, o autorizado?), pensé y escribí esto:

- Capacidad de negación
- ¿Qué es la realidad? ¿Qué lo determina?
- Perpetuación de una mentira
- Costumbres y educación
- Quiebre. Fin de estructuras
- El círculo: los opuestos que se unen, el cambio abrupto

Hilo de pensamientos: Incapacidad de I. para entender que ateísmo y Satanismo son dos cosas completamente diferentes. ¿Por qué? Impresión mía: no puede entender la idea de un Dios inexistente. El creyente niega al ateísmo. Del otro lado, el ateo niega a Dios. ¿Se puede negar algo cuya existencia es clara? ¿Alguien puede pensar que la gravedad no existe y que realmente no opera en nosotros? Ahí va el cuentito: la gravedad no existe, es una mentira que nosotros, las personas, construímos. ¿Para qué? Teoría: para coartar la libertad de movimiento de los niños, seres sin criterio. Así, cada adulto ha sido educado para caminar sobre el suelo, y eso mismo le enseña a su hijo, sin darse cuenta de que podría flotar, levitar e incluso volar con él. El que se topa con esta verdad se pregunta si no puede mostrarle a su hijo esta otra visión. Empieza a soñar con cambiar las cosas, pronto se da cuenta de que no es posible. Desencantado, toma la decisión de ser su propio conejillo de indias, y de no arriesgar la psiquis y el físico de su hijo persiguiendo quimeras. Es entonces que se pregunta si saltar de una azotea convencido de que puede desprenderse del arrastre de la fuerza de gravedad es un acto de valentía o de cobardía (claro, el suicidio, siempre lo mismo, blablabla). Los opuestos que se tocan: el escéptico que se convierte en ingenuo al desconfiar de las cosas más obvias. El que rechaza las estructuras con tanta fuerza que se construye una jaula aún más hermética y firme. La inmensa búsqueda de lo complejo que termina en lo simple. El valiente que en realidad escapa cobardemente.

Detalle extra: cómo el raciocinio mal utilizado puede justificar la más grande de las mentiras. La fuerza del convencimiento, de la negación, al servicio de probar con métodos y pruebas irrefutables algo que no es cierto. El chiste: los aviones. Los aviones vuelan porque no existe la gravedad. Aún así, hay todo un sistema de cálculos complejos alrededor de esa invención llamada "física" para explicar que la gravedad existe y que un armatoste de un peso descomunal puede, en realidad, vencer el empuje de la gravedad.

  Eso, pasados los años, se convirtió en esto otro, una ejecución totalmente torpe de una idea zonza, pero que tenía ciertos detalles simpáticos. Y donde se me presentó por primera vez de manera consciente y directa la idea obsesiva detrás de este blog, la idea obsesiva detrás de todo lo que realmente me apasiona, mi fractal personal: las ideas circulares. Los opuestos que se tocan. Las repeticiones. Los fractales, justamente. Y no sólo eso, también los condimentos que más me gustan: todo está ahí, en esa pequeña lista al comienzo de eso que me vi obligado a escribir hace ya, ¿cuánto?, no sé, quizás seis, siete años.

  Y ahora, como siempre, es hora de cuestionar lo que hago: ¿cómo puedo pensar que esto puede llegar a ser interesante para alguien? Lo único que justifica su publicación es lo mismo que la hace carente de sentido (opuestos que se tocan): el hecho de que nadie lo lee (nadie -1). Pero es ridículo, escribir algo y después escribir sobre cómo y por qué lo escribí. Aunque, lo más triste (o gracioso), es que ese texto original, la idea sola, me parece mucho más atractivo que la huevada que escribí después. Quizás debiera escribir las ideas así, solas, con las relaciones que me gustaría subrayar. Y entonces, si pudiera encontrar alguna idea interesante, convencer a alguien de que use esa idea para escribir algo interesante.
  O quizás sólo debiera cerrar mi blog.
  O quizás sólo debiera seguir escribiendo.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Ley de gravedad

  ¿Qué lo llevó a esa terraza? ¿Qué cadena de pensamientos pudo colocarlo ahí? De todas las personas, a él: Ricardo Ensenada. Padre de tres hijos, esposo de una mujer amorosa, con una muy buena posición económica, ejerciendo su profesión soñada y con un cuantioso círculo de amigos. Quizás fuera todo eso. Una vida inmaculada, perfecta desde todo punto de vista, una situación envidiable que, igualmente, escondía una pequeña alarma, una especie de zumbido casi imperceptible que no le dejaba conciliar el sueño. Hay algo más en esta vida. Hay, definitivamente, algo más.
  Esa era su impresión. Ese era el pensamiento que estaba debajo de cada acción que emprendió en los últimos cinco años de su vida. En secreto, tratando de no alarmar a la gente que lo rodeaba, comenzó a cuestionar todo aquello que hasta ese entonces le pareció una certeza, una constante o una ley. Comenzó a buscar la compañía de otras personas, sin ausentarse jamás de sus compromisos preestablecidos, para no llamar la atención. No descuidó su mundo al tratar de encontrar otro, y tal cosa lo hizo sentir siempre como un héroe. Porque eso es lo que intentaba ser: un héroe. Él encontraría esa ventana al otro mundo, al mundo real, para que toda esa gente que él quería pudiera dejar esa existencia mutilada que habían aceptado como "realidad".
  Y así fue, en esa búsqueda de relecturas que conoció a Joaquín, el viejo Joaquín. Un anciano loco según la gran mayoría, pero un faro de oscuridad para él. Ahí donde no había más que luz, Joaquín podía oscurecerlo todo. O casi todo, hasta que conoció a Ricardo, un tipo con una lógica invencible que se unió a su cruzada de oscurecimiento, con todas las herramientas de la iluminación. Juntos, jugaron a derribar todas las certezas que hasta ese entonces, habían intentado morar en sus cabezas. Pero hubo una certeza en particular que Joaquín prefirió por sobre las demás. La causa de todos los problemas de la humanidad: la ley de gravedad.
  ¿Quién dice que hay una fuerza que nos mantiene pegados al suelo, cuando vemos con nuestros ojos pruebas obscenas de que no existe tal fuerza? Y no hablo de las aves, no señor. ¿Qué me decís de los aviones? ¿Eh? No, es todo una mentira. Siempre la misma historia. Los poderosos negándole la libertad al indefenso. ¿O por qué te pensás que el mundo está como está? Y no estoy echándole la culpa a los políticos, o a los tipos de guita, como haría cualquier borrachín pendenciero. Yo acepto mi culpa, la culpa que tenemos todos. Nos cortamos nuestras propias alas, Ricardo. Nosotros mismos, usando el disfraz de nuestros padres. El hombre es capaz de volar, Ricardo. Yo lo sé, lo vi. Vos también lo sabés. Lo que pasa es que somos unos cagones, eso pasa. Nuestros antepasados volaban. Pero tanta libertad de movimiento estaba en conflicto constante con esas ganas de poseer que tenemos. Poseer todo, ya sean objetos como personas. Entonces inventamos esa huevada de la "gravedad". Cínicos de mierda, eso somos. "Gravedad". Lo grave es que nos hayamos cortado las alas, y que nuestros hijos nazcan, vivan y mueran sin saber que, de quererlo, podrían surcar los cielos. Es una perrada eso que hicimos, Ricardito. Pero lo vamos a cambiar, lo vamos a cambiar.
  Cinco años manteniendo charlas como esa. Hasta que Ricardo tuvo su tercer hijo, Damián, y su vida de leyes lo reclamó con urgencia, alejándolo del viejo Joaquín. Los primeros meses de la criatura fueron complicados, y las tertulias se dieron con cada vez menor frecuencia. Y aún en esas pocas ocasiones en que Ricardo pudo acudir a Joaquín, su mente estaba en otro lado. No volaba con su viejo amigo, sino que se mantenía asustado y preocupado al pie de la cuna de su hijito enfermo.
  -No te preocupes, Ricardito -le dijo el anciano-. Cuando lo urgente deje de preocuparte, podrás ocuparte de lo verdaderamente importante.
  Y eso fue lo último que le oyó decir. Apenas dos semanas más tarde, el cuerpo de Joaquín apareció tendido sin vida en medio de la calle, luego de haber caído desde la terraza de un edificio de 26 pisos. A nadie sorprendió que un viejo loco se quitara la vida. El único que sabía que no podía ser un suicidio, era Ricardo. Seguramente porque, de creer que se había suicidado, se sabría culpable. Pero no, no podía ser un suicidio. Había sido una búsqueda desafortunada, un brevísimo instante de atropellada ansiedad. Y él no había estado ahí, para frenarlo. No había sido un suicidio, cierto, aunque algo era innegable: había sido su culpa.
  ¿Y ahora? Ahora él estaba en esa misma terraza. Incapaz de volver el tiempo atrás, incapaz de enmendar su terrible soledad, incapaz de volar. Porque ese había sido el error de Joaquín: creerse capaz de vencer todos esos años de pedestre adoctrinamiento. No, dulce Joaquín. No. Nosotros no podemos. Mucho tiempo llevamos atándonos temerosamente a la superficie de este triste planeta. Hemos alimentado con nuestros sueños a este monstruo que llamamos gravedad, y estamos sometidos a su autoridad.
  Se acercó al borde de la terraza, y extendió los brazos. Desde tan alto, nadie podía ver qué era ese bulto que tenía entre sus manos. Tomó una última bocanada de aire, y soltó a su hijo. Vuela, pequeño Damián. Que tu inocencia me muestre el camino que Joaquín no pudo encontrar.

martes, 13 de diciembre de 2011

Elogio de la resignación

"... la vida puede que no se ponga mucho mejor que esto..."

  Hay una distancia insalvable entre lo que quiero y lo que tengo. Ese no es el problema, el presente no importa, lo que importa es el horizonte, la posibilidad del futuro, la esperanza y los sueños. El problema es la distancia insalvable entre lo que quiero y lo que puedo llegar a tener. Enfrentarme con los límites propios (o ajenos, pero de gente que, estúpidamente, intenté apropiarme) es una de las actividades más deprimentes, verme cercenando mis propias fantasías, mis propios planes, para tratar de acercarme, así, a tientas, con sangre en las manos y lágrimas en los ojos, a una idea de "realidad". Oscilando violentamente entre el cielo y el infierno, quizás, algún día, alcance a entender qué es lo que se ve desde el medio.
  ¿Pero cómo? ¿Cómo sacudirme esta furia, esta pena, al verme obligado a devorar a un Alejandro mental que no será posible, no lo fue entonces, no lo es ahora, no lo será nunca (no, nunca, eso me repito, ese es el mantra, "nunca", cada pedazo de felicidad insensata que trago va acompañado con el sonido de esa palabra), un Alejandro fantasmal que es, realmente, una ridiculez, y por suerte la poca gente que me quiere así lo manifiesta, por más doloroso y casi imposible que me resulte aceptarlo? Sigo tragando. Quisiera sonreír, por momentos lo logro. Me queda un consuelo: mi, en circunstancias normales, inexistente orgullo aparece entonces. "Estás haciendo lo correcto". "Estás siendo sincero y honesto con vos mismo". "También despiadado, es cierto, pero tu voluntad se acercará a empresas viables y provechosas".
  Siempre creí que de eso se trataba crecer. "Crecer" siempre fue, para mí, un sinónimo de "rendirse". Aceptar que te vas a morir. Sí. Ser ateo, y aceptar que no vas a vivir por siempre. Si pude hacer eso, si pude vencer el sueño de permanecer, de conservar para siempre la conciencia... ¿por qué no puedo eliminar el resto de esos sueños infantiles, egoístas, imposibles? Hacerme cargo de mis limitaciones. Limitaciones que comparto con el resto de la mediocre humanidad, tristemente. No soy especial. Ni un poquito. No voy a triunfar donde otros fracasaron. No voy a triunfar donde ya fracasé. Tengo que cambiar los conceptos detrás de "fracaso" y "triunfo". Tengo que cambiar el concepto detrás de mi persona, dejar de creermelá tanto (dejar de ponerle tilde ahí a "creermelá", por empezar). Dejar de perseguir cosas que necesito, sí, las necesito, las deseo con todas mis fuerzas, vivir sin ellas no es vivir. Y, bueno, flaco. Vivir es otra cosa. Vivir, vas a vivir igual. Buscar otras metas, otros placeres, otras batallas. Si tanto me gusta jugar a cambiar los puntos de vista, a aceptar todo como cierto y falso a la vez, tendría que poder hacerlo.
  Ya me perdí. Comencé diciendo que tenía que ser más sincero conmigo mismo, y me propongo trastocar la visión de mis ideales hasta poder adaptarla a algo que me sea realizable. En verdad, no hay realidad. No hay verdad alguna. Sólo hay que cambiar una mentira por otra.

lunes, 12 de diciembre de 2011

"An instant classic"

  Pac-man, la película

  Ha llegado a nuestros cines la esperadísima última película de Robert Zemeckis, que no es otra que la brillante adaptación del clásico videojuego de los 80 "pac-man", llamada, atinadamente, "Pac-man, la película". Tan solo dos semanas después de su estreno en los Estados Unidos, y con el antecedente de ser ya, en estos catorce días, record mundial de recaudación, el film entrega todo lo que promete y aún más.
  Firme candidata para los Oscar, la película nos cuenta la historia de Paco, un mexicano radicado en Nueva York (interpretado brillantemente por Ryan Reynolds), viudo y padre de Andrew (el ya un poco crecidito Freddie Highmore), un taciturno niño de 8 años con el cual mantiene una difícil relación. Paco lucha en la gran ciudad por criar a su hijo con amor y bondad, dos cosas que en su propia infancia escasearon, pero al mismo tiempo se ve obligado a dejar a su hijo en soledad para llevar la comida a la mesa ("No confío en las niñeras. Son, antes que nada, mujeres", dice Paco en uno de sus monólogos más emotivos), ejerciendo el único oficio que conoce: el de recolector de hojas en los parques.
  Estamos comenzando a comprender y a querer a los personajes, a los que se suman Richard, el portero del edificio en el que viven (el eterno Tommy Lee Jones); Kathy, la joven que se muda al departamento de al lado (una muy sutil Drew Barrymore); y el Capitán Bustamante, el mendigo de la cuadra (el desopilante Robin Williams); cuando la noticia de un ascenso para Paco devela la trama que nos tendrá en la punta de la butaca hasta que culminen los 156 minutos de duración de la placa. Por orden del alcalde de Nueva York (cameo de Giuliani mediante), Paco será el recolector de hojas del mítico Central Park, en el turno noche. Si bien la responsabilidad es enorme ("Es el Central Park, ¡con un demonio!"), la paga también lo es, y Paco debe entonces elegir si vale la pena ausentarse durante la noche ("No conoces el miedo a la oscuridad hasta que pasas una noche en Nueva York", le susurra sabiamente Richard) para poder asegurar el bienestar económico del pequeño Andrew. El viejo (pero jamás desactualizado) dilema del padre ausente y único sostén de la familia funciona aquí de maravillas, con duelos actorales memorables entre Reynolds y el ya establecido Highmore, cuya candidatura al Oscar es cantada.
  Así las cosas, Paco acepta el trabajo en el Central Park, y ahí es cuando la película alcanza todo su potencial. Porque junto con Paco descubriremos que las cosas no son como parecen. Que detrás de esas hileras de hojas tan prolijas que él recoge con su pincho (¿cómo pueden caer para posarse de una manera tan ordenada?), algo se esconde. Que esas hojas, marcan un camino (brillante la musicalización de Danny Elfman, con esos sutiles coros femeninos que al grito de "¡Gretel! ¡Gretel y Hansel! ¡Hansel! ¡Hansel y Gretel!" resignifican totalmente la escena, otorgándole una complejidad intertextual pocas veces explorada en Hollywood). Que el Central Park, de noche, es un laberinto. Mención especial aquí para Zemeckis, que elige, atinadamente, filmar cada una de las escenas del parque con una cámara cenital que nos permite ver el dibujo del parque en su totalidad, y adivinar, allí abajo, la presencia de Paco en su uniforme amarillo de recoge-hojas.
  No es conveniente adelantar mucho de lo que sigue después, pero vale la pena mencionar la presencia de cuatro espectros en el parque (uno de ellos interpretado por la revelación del año: Adam Levine, el vocalista de la banda de rock Maroon 5), y un complot que esconde al mejor villano que nos otorga la pantalla grande desde el temible Tony Montana: el ex-científico ruso Vladimir Ihorovitch Ponyatovski, un brillante Gary Oldman.
  ¿Podrá Paco descubrir qué es lo que esconde el Doctor Ponyatovski? ¿Podrá darle una segunda oportunidad al amor, en las tímidas manos de Kathy? ¿Podrá reconciliarse con Andrew, que mediando la película cae en las drogas y funda una pandilla de malhechores que quema indigentes (atentos al enfrentamiento entre Andrew y el Capitán Bustamante, y a las casi imperceptibles citas a cierto clásico cinematográfico de Stanley Kubrick)? ¿Encontrarán los espectros del parque finalmente la paz? Todas estas preguntas tienen sus respuestas, y están ahí, esperando a que el público las recoja, alineadas una detrás de la otra, como las hojas con las que Paco llena su bolsa de residuos...

domingo, 11 de diciembre de 2011

Crí(p)tica a la vergüenza

  Estaba sentado sobre la hierba de una pequeña plaza, en una noche despejada. La única luz era la de la luna, enorme, una luna que giraba sobre sí misma dejando ver una superficie interminable, con paisajes e irregularidades irrepetibles, como si fuera una cinta infinita asomándose por una ventana circular. Estaba desnudo, y una brisa estival lo acariciaba. Miraba los juegos de la plaza sin saber qué hacer a continuación. Se sentía intranquilo, como si hubiera dejado algo a medio hacer, como si estuviera faltando a una cita, como si se encontrara cerca de concretar algo deseado pero ahora olvidado. Se levantó no sin dificultad, y comenzó a caminar sin rumbo, ya que nada se veía más allá de los límites de la plaza. Podía sentir arena debajo de sus pies descalzos. Unos segundos después de haber abandonado la plaza, comenzó a oír llantos infantiles. Los sollozos lo rodeaban, y le generaban una angustia inconmensurable. Intentó escapar, pero no pudo, ya que la angustia pronto se convirtió en un dolor físico que lo derribó. Comenzó a gritar, encogido en el suelo, sintiendo que su estómago era aplastado por una poderosa prensa, convencido de que moriría allí mismo, y que ese coro de niños tendría el papel de verdugo. Sus cuerdas vocales le dolían de tanto gritar, y comenzó a sentir el gusto de su propia sangre, cuando las figuras de docenas de bebés aparecieron gateando hacia él, y lo cubrieron, siempre llorando, emitiendo terribles alaridos. Su cuerpo entumecido se inundó de rabia al entrar en contacto con esos bebés, y explotó en un violento arrebato que catapultó a la mayoría de las criaturas fuera de su vista. Entendió que el daño que les causara, el verdadero daño que ellos sufrieran, apagando así sus llantos, estaba relacionado con su dolor, de manera inversamente proporcional. Oyó el crujir de los huesos de los bebés arrojados en todas direcciones, y comenzó a sentirse aliviado. Pero todavía quedaba uno, que chillaba estridentemente, provocándole naúseas y mareos. Casi sin pensarlo lo tomó entre sus manos, lo alzó, y comenzó a estrangularlo. Los ojos de la criatura se transformaron en dos pozos de un negro viscoso, y toda su figura fue deformándose, como derritiéndose, a medida que su llanto se apagaba. Lo vio deshacerse entre sus dedos, y de los ojos brotó una sustancia pestilente, que comenzó a cubrir sus manos, y luego avanzó por sus brazos, congelándolos por completo y haciéndolos pesados como piedras. Dejó caer sus brazos y no pudo moverlos, y estos comenzaron a hundirse en la arena. Desesperado, intentó con sus piernas rechazar esa fuerza que comenzó a sepultarlo, pero ya nada podía hacer. El suelo lo tapó por completo, y comenzó a respirar arena, perdiendo un poco de su vida con cada inhalación. El pecho le ardía, sentía cómo se destrozaban por dentro sus pulmones, cómo la boca se le llenaba de arena, cómo esta se mezclaba con su sangre, y supo, por segunda vez, que estaba muriendo. Esa pasta que tenía en su boca pronto formó un bozal, y ahogó sus silenciosos gritos. Sus extremidades fueron tomadas por algo o alguien, y se encontró totalmente inmovilizado. Fue entonces que pudo verse a sí mismo, y comenzó a sentir un intenso cosquilleo en su zona inguinal, y a pesar del terror de su propia muerte, supo que eso iba a pasar, ya no había vuelta atrás, algo o alguien lo estaba estimulando, lo estaba excitando, y él, inmóvil y sometido, no podía oponerse. Sabía que esa sería su muerte, que el momento en que cediera a esa excitación, el momento en que se dejase llevar, entonces se habría rendido y su cuerpo quedaría allí, abandonado sin vida para siempre. Sintio aromas y caricias olvidadas, luchó contra ellas, pero pronto perdió la batalla, y su cuerpo se vio sacudido por violentos espasmos a medida que eyaculaba y todo indicio de vida lo abandonaba. Y siguió viéndose cuando, a medida que los espasmos se iban sucediendo, su cuerpo comenzó a deshacerse en jirones de carne, hasta que ya no quedó nada, y el último de los reflejos de esa falsa luna se apagó.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El pastor de la muerte

  Se había llamado Antonio, en algún remoto pasado, pero ya nadie lo conocía por ese nombre. Ni siquiera él se reconocía como tal, perdido entre tantos años de soledad y miseria. "El pastor de la muerte", así se llamaba a sí mismo, y era uno de los tantos apelativos con que se lo nombraba, aunque nunca en voz alta, siempre en un susurro, y únicamente los viejos sabios que ya no le temen a nada eran los que se animaban a invocarlo con esas palabras.
  El pastor siempre había sido viejo, pero Antonio alguna vez fue joven. Joven y arrogante, enamorando chicas de pueblo en pueblo, sembrando bastardos que luego cubría con el polvo que levantaba en su huída. Cuenta la leyenda, o, mejor dicho, una de las leyendas, que en Tupungato embarazó a la hija de Don Nicanor, y que la mancillada doncella intentó detenerlo antes de que huyera hacia su próximo pueblo, hacia su próximo vientre, y que Antonio lanzó su caballo sobre la pobre quinceañera, para luego escupirla al tiempo que le dedicaba estas últimas palabras: "Esa hinchazón no es mi problema, y escapa a mis soluciones. Que tu padre brujo te lave los pecados". Cuesta creer que Antonio fuera no sólo tan malvado, sino también tan poco juicioso, porque llamar brujo a un brujo y humillar a su hija al mismo tiempo es más peligroso que dormirse desnudo flotando en un río. Así firmó su condena. Nicanor lavó de pecados a su pequeña, y drenó de su barriga aquella semilla perniciosa, para luego aparecérsele a Antonio en medio de la llanura, mientras dormía, dos noches después de su huída de Tupungato. "Usted juega con cosas que no comprende, compadre. Tiene mucho que aprender antes de pagar por lo que ha hecho. Pero pagará". Así le habló Nicanor en sueños, así se selló su triste destino. Otras versiones cuentan que Antonio se convirtió en el pastor tras perder una apuesta con el mismísimo Mandinga, pero es algo inverosímil creer que el Maligno tenga tanto tiempo libre como para andar jugando apuestas y poblando la Pampa de apariciones como el pastor.
  Sea de la forma que fuere, al llegar Antonio al próximo pueblo, ya era otro. Sus ardores egoístas y juveniles fueron reemplazados por un amor colosal e inmediato por Lucrecia, una muchachita humilde de enormes ojos y expresión tímida. Antonio, porque todavía era Antonio, la enamoró de inmediato, como siempre hacía, pero se comportó de manera noble: se instaló en el pueblo, se casó con Lucrecia, y se convirtió en un hombre de bien. Quizás la brutalidad de su último asalto, o el susto de la aparición en medio de la llanura lo hubieran cambiado, pero yo soy más de pensar, si se me permite el atrevimiento, que era parte de la maldición, que la maldición sólo funciona por el hombre que Antonio pasó a ser, y que no funcionaría si siguiera siendo un villano despreciable.
  Antonio amó a su mujer, con todo su corazón, y a la que luego fue su familia. Tres hijas, dos hijos, tres nietas y dos nietos. Envejeció allí, en Sarabia, y tuvo una vida feliz. Vida que se terminó al llegar a los 63 años, cuando se convirtió, sin saberlo, en el pastor de la muerte. Fue un dos de Junio, mientras se cebaba unos mates en el patiecito, cuando volvió a aparecérsele la figura de Don Nicanor. Alto, vestido de negro, apoyado con ambas manos sobre su bastón de roble, con un sombrero desvencijado y una mirada penetrante, en una cara curtida por los años pero que conservaba todos los rasgos que Antonio no había podido olvidar. El terror se apoderó de él, y sólo pudo escapar. Recogió sus cosas, y sin explicarle nada a nadie, escapó hacia el monte, llevando como compañía sólo a su mula. Marchó por dos días totalmente alucinado, sin comprender qué pasaba, ni por qué huía. Al ir pasando las horas, el terror lo abandonó, y Antonio decidió que su huída había sido un pecado de imberbe. Volvió sobre sus pasos, entonces, mas no fue Antonio el que volvió sobre la vieja mula a Sarabia. Fue el pastor de la muerte, que ingresó en un pueblo fantasma, donde los cadáveres de todos los habitantes permanecían allí donde él los había visto vivos por última vez. Todos. Del primero al último, muertos. El pastor lloró como nunca antes en su vida, y Don Nicanor, o Mandinga, manipuló sus pensamientos para que entendiera que había sido él, Antonio, el que había llevado la muerte al pueblo. El que había amado tanto a ese lugar y a esa gente, para luego abandonarlos a la muerte. Pero el pastor no entendió. Tampoco entendió por qué no pudo colgarse esa misma noche. O por qué la sangre no brotó de su cuerpo a la noche siguiente, cuando atravesó su pecho con su facón, o por qué siguió vivo aún cuando ya no comía ni bebía. Enloquecido por el dolor, huyó por segunda vez de Sarabia.
  Cuatro días después llegó, en mula, a San Aquilino. Entro a la posada, y buscó pelea entre los bravucones del lugar. Se ganó una paliza terrible y un puntazo en el estómago, que habría sido mortal si hubiera tenido alguna vida dentro que se pudiera aniquilar. Pero no, tan solo quedó tendido sobre la tierra, sin entender por qué no podía morir, todavía sin saber por qué había muerto todo su pueblo, y sin saber qué papel jugaba Don Nicanor en toda esta historia.
  Huyó de San Aquilino. Al día siguiente, toda la población de San Aquilino pereció. De esto se enteró en Valle del moro, tres días después. No alcanzó a comprenderlo, pero lo intuyó. Supo que debía quedarse en Valle del moro, que debía olvidar todo ese dolor, toda esa locura que lo incapacitaba, porque la vida de esa gente, ahora dependía de él. Durmió en la calle, como un pordiosero. Y Don Nicanor, o Mandinga, lo despertó. "Tarde o temprano va a tener que irse, hermanito. Miresé: es un viejo loco y sucio. Esta gente lo va a echar de una patada en el culo. Yo le aconsejaría partir antes de encariñarse con alguien. Escuché que hay una chinita hermosa. Se llama Lucila. Ella lo va a querer, a pesar del olor que tiene. ¿Quiere conocerla? Se va a enamorar. Mire, allá viene...".
  - Tómese algo, abuelo.
  Lucila le alcanzó un mate, y un balde con agua para que se limpiara. Y el pastor se enamoró, porque eso formaba también parte de su maldición. Vivió allí cinco años, sin envejecer, sin encontrar placer en nada, sólo amando locamente a Lucila, pero con un amor angustiante, que nada bueno le otorgaba, ya que se sabía el causante de su muerte. No importaba cuándo, un día ella moriría, todos morirían, menos él. "Quizás pudiera burlar la maldición, quizás pudiera quedarme aquí por siempre", pensaba. Pero si hay algo común en las maldiciones, es que son eternas e inapelables. Un 11 de Agosto unos bandoleros pasaron por Valle del moro y se llevaron a Lucila. El pastor alcanzó a verlos cuando abandonaban el pueblo, y no lo dudó: tomó un caballo y corrió tras ellos. Ni bien abandonó la carretera para adentrarse en la llanura salvaje y comenzar la persecución, vio cómo los bandoleros, uno a uno, fueron cayendo sin vida de sus monturas. Todos menos uno, el que parecía el líder, el que cargaba el cuerpo de Lucila, ahora también sin vida. El jinete indemne volvió su caballo y desanduvo su camino para encontrarse con el pastor, que permanecía azorado. Era Don Nicanor, que sonreía de oreja a oreja.
  - Ánimo, compadre. En Valle del moro ya no queda quien respire, pero a sólo dos días al norte tenemos Arredondo, un hermoso pueblo con casi 600 habitantes...
  El pastor, desesperado, decidió dejarse morir. De alguna manera eso tenía que ser posible. Y en caso de no lograrlo, lo mejor sería permanecer tendido allí, en el pueblo muerto, donde ya nadie pudiera ser afectado por su triste destino. Así que se ató a un mástil de la plaza de Valle del moro, y observó la putrefacción de los cadáveres con la esperanza de que fuera contagiosa.
  Pasó allí dos meses, hasta que perdió el conocimiento, y una caravana, quizás guiada por Don Nicanor, lo encontró con vida y lo llevó a Arredondo. El pastor de la muerte despertó, entonces, en una cama, en una habitación, bajo el cuidado de una hermosa enfermera, de la cual se enamoró instantáneamente. Pasado el inicial momento de fascinación, entendió que una vez más había sido vencido, y que ya nunca encontraría la paz. Condenado a emigrar de pueblo en pueblo, enamorándose siempre, para luego ver cómo todo aquello que había amado se marchitaba por su culpa.
  - Tiene usted la fuerza de un toro- le dijo la enfermera, a modo de bienvenida.
  - ¿Cómo se llama?
  - Estela.
  "Qué irónico", pensó. "Ese debiera ser mi nombre, puesto que adonde quiera que vaya, me persigue una estela de muerte. La muerte es mi sombra, y yo soy su avanzada, su vanguardia, su más traicionero mensajero."
  - Estela. Usted será, a partir de ahora, mi esposa. Y cuidará que nunca, pero nunca, me vaya de Arredondo.
  Se casaron. No tuvieron hijos, porque ya no había vida para perpetuar dentro del pastor, pero se amaron. Ella, con total entrega, y él, con la oprimente pena de saberse su verdugo. La convenció de que estaba loco y enfermo, y se amarró al catre. Así vivieron todo su matrimonio. 30 años. Los dos sufriendo por ese amor enfermo, fruto de una venganza legendaria.
  Para ese entonces, la leyenda del pastor de la muerte ya era algo conocido en todos los pueblos. Las palabras del joven Antonio, la condena proferida por Don Nicanor en esa noche a la intemperie, la muerte de las poblaciones enteras de Sarabia, San Aquilino y Valle del moro. El viejo sin nombre, amarrado al catre, encontrado con vida entre cadáveres putrefactos. Y 30 años sin fallecimientos en Arredondo, desde el día en que el extraño llegó. Por alguna razón, la gente ya no moría. Los más viejos ya llegaban a la centuria, cansados, fatigados por una vida sin vida, como la del pastor. La gente se enfermaba, pero no pasaba de la agonía. Los accidentes sólo generaban lisiados, atados de por vida al catre. Un pueblo entero de agonizantes, todos a imagen y semejanza del pastor. Él escuchaba lo que se hablaba, se enteraba de las extrañas cosas que ocurrían, y sabía que ya nadie dudaba que él fuera el culpable. La gente comenzó a congregarse en la puerta de Estela, pidiéndole que por favor desatara a su marido, que lo dejara irse, que ya estaba bien, que no se podía seguir así. Estela lloraba y también iba muriéndose por dentro, presa de una enfermedad que, sin la influencia de la venganza de Don Nicanor, la habría liquidado pronto y con escaso dolor. Pero, en vez de eso, permanecía en pie, soportando un sufrimiento que ningún ser humano en circunstancias normales debiera conocer.
  Desde el primer día, el espectro de Don Nicanor se encontraba parado a los pies de la cama del pastor, mirándolo con su siniestra sonrisa, torturándolo con su presencia. Pero la voluntad del pastor era inquebrantable. Allí se quedaría, sin importar qué pasara.
  - Viejito- le dijo un día Estela-. ¿No le parece que ya está bien?
  Don Nicanor comenzó a reír, y desatar las ataduras del pastor.
  - ¡No, no!- gritaba el viejo, aterrado por la posibilidad de marcharse, de acabar con la agonía del pueblo entero, exceptuando la suya.
  - Vaya, viejito... Vaya...
  La voz de Estela se transformó en un silbido casi imperceptible, y la expresión de su rostro se perdió para siempre, sus ojos muertos mirando hacia ningún lado, hinchándose y deshinchándose al ritmo de una ruidosa y fluctuante respiración.
  El pastor salió a ver las calles del pueblo suyo, del pueblo que amaba, pero que jamás había recorrido. Aquí y allá, sólo había gente agonizando. Apenas algunos niños se mantenían en pie, pero lloraban desconsoladamente, por el hambre, o por la desgarradora imagen de una madre o un padre tendido en la calle y sacudido por una respiración tenebrosa. Un adolescente le cortó el paso, y lo golpeó.
  - ¡Váyase de acá, viejo infeliz! ¡Y nunca más vuelva!
  El pastor recorrió las calles, con una inmensa tristeza, hasta llegar a la entrada del pueblo. Allí lo esperaba Don Nicanor.
  - Compadre... No sabe la que le espera. Se llama Zaira, y es la dulzura misma. Y con ella sí tendrá un hijo. Y se llamará Antonio.

sábado, 19 de noviembre de 2011

El amante perfecto (¿Doppelgänger #2?)

  Guillermo llegó a ser un gran amante, sin duda el mejor de su ciudad, probablemente el mejor de su país, y tal vez hasta el mejor del mundo. Es difícil medir o evaluar la capacidad amatoria de una persona, pero su caso llegó a ser tan excepcional, que llamarlo "el amante perfecto" no es una exageración. Fueron tantas las mujeres que perdieron los estribos sobre su peludo cuerpo, tantos los gemidos que arrancó de muchachas que recién con él entendieron qué era el placer, tantas las leyendas que se generaron alrededor de su misteriosa presencia, que, de hecho, el título de "amante perfecto" no le hace justicia. La perfección sólo habla de un estado de equilibrio, donde nada sobra ni falta. Pero su papel como amante era desequilibrante, obsceno, exagerado. Cada piel que tocaba se encendía, desterraba de los cuerpos cualquier señal de pudor o sensatez, para traducir en un idioma animal los deseos más profundos de la afortunada de turno. Un verdadero atleta sexual, pero también del corazón, del cerebro, del alma. No había fibra que dejara intacta, sacudía a su paso cada una de las moléculas de sus conquistas.
  Pero eso no fue siempre así. El comienzo de su vida amorosa estuvo marcado por el fracaso, un fracaso tan sobrenatural y poderoso como luego llegaría a ser su éxito. Todo empezó con Tamara, su primer y gran amor. La conoció a los diecisiete años, en uno de sus viajes en solitario, que emprendía en busca de su centro, con su guitarra al hombro, la herramienta que, en ese momento, creía que le permitiría conquistar a su primera mujer. Y así fue. Desafinando gastadas declaraciones de amor, consiguió que el corazón de Tamara se le abriese, así como también sus piernas. Y allí comenzó a manifestarse su extraño poder: Tamara, al ser tocada por Guillermo, caía inmediatamente en un sueño profundo. Irrevocablemente. Las primeras veces, Guillermo lo atribuyó a un miedo virginal por parte de la muchacha. Luego, hablando con ella sobre sus experiencias previas, comprobó que no, que Tamara no era virgen, ni siquiera pudorosa, que con sus tiernos dieciseis años ya contaba con una experiencia vasta tanto en cantidad como en calidad de amantes, y que no, ¿cuándo me quedé yo dormida, de qué estás hablando? Guillermo siguió entonces sometiéndola a su extraño y desubicado poder, siempre teorizando en la penumbra cuál podía ser el problema. Frustrado, y con incontenibles ganas de hacerla suya, comenzó a odiarse a sí mismo por esa incapacidad por mantenerla despierta, intuyendo que algo malo tenía. Ella era su primera mujer, la única que había deseado y que desearía con tanta fuerza, aún luego de más de 75 años de compartir orgasmos de todos los colores, olores, formas y estilos. Así que se alejó, la octava noche que pasaron juntos. Al dormirse ella con la lengua de su amado dentro de la boca, Guillermo decidió partir, no sin antes cubrirla con una frazada y dejarle un desayuno preparado a modo de despedida.
  Partió a saciar su sed sexual, sin importar con quién ni cómo, y así lo hizo: la suerte quiso que se encontrara con la única persona en el mundo capaz de neutralizar su poder. Se llamaba María Cristina, y le llevaba cuarenta y siete años, que escondía bajo capas y capas de costoso maquillaje. Esas mismas capas fueron las que permitieron que nunca, pero nunca, sus pieles se tocaran. Las caricias de Guillermo se deslizaban sobre esa película de hipocresía logrando que el ímpetu y la buena voluntad tuvieran una respuesta, y así él creyó que el asunto de Tamara había quedado olvidado. Habiéndose sacado ese peso de encima, Guillermo fue descubriendo, de a poco, el loco descontrol de la pasión sexual. Fue desarrollando así el idioma animal que luego perfeccionaría, ya que, para ser sinceros, María Cristina tampoco le otorgaba mucha libertad. Las luces siempre apagadas y las caricias y mordiscos siempre controlados, para que su maquillaje no se viera perturbado, y siempre sobre la cama de su habitación, mandada a construir especialmente para paliar sus problemas de cadera. Pronto estas limitaciones cansaron a Guillermo, cuyo verdadero poder comenzaba a asomar. Al ver que su virtud de perder completamente el control era pagado con reprimendas y con sopapos de madre castradora, decidió mudar de lecho, sabiendo que ahora, podía volver a elegir.
  Así conoció a Isabel, con quién se consumaría la verdadera metamorfosis. Isabel era bellísima, una voluptuosa morocha de ojos verdes, con rollizas curvas que pedían a gritos que un valiente explorador perdiera allí su aliento. Así lo hizo Guillermo. Lleno de confianza y una vez más, con una increíble sed que saciar, llevó a Isabel a un hotel diez minutos después de haberla conocido. La despojó de las ropas con toda su ternura, al mismo tiempo que las desgarraba con sus dientes (un extraño método que, años después, sería bautizado por una prostituta sueca como "la caricia del polillo"). La tendió sobre la cama, y al comenzar a tocarla, Isabel cayó en un sueño profundo. Con la guardia baja, Guillermo no se percató hasta que pasaron cinco minutos e Isabel comenzó a roncar. Y entonces ocurrió la desgracia más afortunada: Guillermo, en un estado de éxtasis total, ese estado de calentura animal que lo caracterizaría por siempre, recordó ese viejo fracaso. Ese viejo amor. Tamara, su bella durmiente. Tamara, con su rechazo inapelable. Tamara, esa mujerzuela que a todos se había ofrecido, menos a él. Con el raciocinio totalmente apagado, toda esa vorágine de recuerdos traumáticos lo volvió loco, y descargó su furia sexual en la dormida Isabel. Hizo lo que nunca con Tamara. La violó. Pero su contacto la mantenía dormida, y eso lo enfurecía aún más. Él deseaba despertarla, estaba enfrentando ese viejo fracaso para vencerlo, gritando improperios y llamándola "Tamara", "Tamara, la puta", "Tamara, la zorra", "Tamara, ¡despierta, desgraciada!". Pero Isabel no podía despertar, ya que el contacto de Guillermo, aunque tremendamente violento, la mantenía en ese coma sobrenatural. Guillermo le mordió los pezones hasta hacérselos sangrar, le tiró del pelo arrancándole mechones, pero nada, Isabel seguía dormida, en ese terremoto de furia y pasión que podría haber terminado en una tragedia. Pero allí, en la alcoba, las cosas que importan pasan por debajo de nuestra consciencia. Guillermo logró despertarla, pero no fueron sus arrebatos furiosos, sino un cambio interno, un cambio químico, o quizás metafísico, en fin, un cambio de frecuencia, algo, que hizo que de repente, su tacto no sólo la despertara, sino que despertara en Isabel sus más bajos instintos, para que respondiese a esa furia animal de Guillermo de la misma manera. Y así nació la leyenda. Esa noche, entre mechones de pelos arrancados y sangre bajo las uñas, Guillermo e Isabel se encontraron en un paraíso orgásmico, convirtiendo la más violenta y salvaje de las violaciones en una experiencia cargada de amor, que recordarían por todas sus vidas.
  Siguieron juntos varios años, mientras Guillermo aprendía a desterrar por completo su toque soporífero reemplazándolo por esa llamada a la pasión primigenia. Durante mucho tiempo, Isabel se quedaba dormida al comenzar sus sesiones, y Guillermo trataba de despertarla, cada vez usando menos violencia y menos tiempo, hasta que lograban encontrarse, paradójicamente perdidos en los laberintos de la sexualidad desatada. Hasta que Guillermo se convirtió en el amante perfecto, con su capacidad por enloquecer a Isabel totalmente naturalizada, al alcance de sus dedos, sin necesidad de despertarla porque ella ya no se dormía. Guillermo se había librado de su maldición. Y podría haber sido feliz con Isabel, si ella no hubiera conocido esos primeros momentos que vivieron, cuyo anhelo terminó por desgastar la relación. Isabel le confesó que no había mayor placer que el de despertar en medio de ese ciclón en que Guillermo se convertía, y fantaseaba con que él la tomara en medio de una siesta, o a las cuatro de la mañana, mientras ella dormía. "O quizás puedas hacer que me duerma como antes, ¿te acuerdas, querido?". Guillermo, que se había librado de su carga pero no de sus dolorosos recuerdos, se indignó, ya que esa furia que lo obligó a revertir sus poderes tenía un sabor más que amargo, y tomó las fantasías de su novia como una especie de burla. Así que huyó. Accedió a tomarla por la fuerza por la noche, pero en vez de eso, le dejó preparado el desayuno y partió, para nunca más volver. Isabel, que fue la única mujer que conoció las dos caras de su extraño don, no pudo soportarlo. Se quitó la vida, y fue la única de las 6.254 mujeres que se acostaron con él en hacerlo.
  Y así fue. Guillermo viajó por el mundo, buscando en cada mujer que estremecía a Tamara, su gran deuda. Las amó a todas, y todas lo amaron, y todas lo dejaron ir totalmente satisfechas, felices por haberlo conocido. Su don era tan poderoso que destrozaba cualquier idea de amor posesivo. Las mujeres ya no eran las mismas luego de haber recorrido su cuerpo. Tuvo relaciones más o menos estables con algunas de ellas, hasta simultáneamente con cinco o seis, y en una ocasión, en España, tuvo un harén de 86 mujeres, hasta que las autoridades lo descubrieron y lo expulsaron del país por inmoral. Sembraba la felicidad y la plenitud a su paso, y él también era feliz, aunque no podía apartar a Tamara de su mente.
  Los años fueron pasando, y en todos los continentes se hizo famoso. Cada vez que llegaba a una nueva comunidad, era recibido de manera especial. A veces, con el ofrecimiento de las doncellas del lugar, otras veces con la petición de conceder una última noche de pasión a las enfermas terminales, y algunas veces era perseguido por una turba violenta que buscaba castrarlo.
  Su incesante peregrinaje encontró su fin en su ciudad natal, donde, finalmente, encontró a Tamara. Los dos estaban viejos y sin dientes, pero notaron en sus ojos que su amor no se había extinguido. Guillermo ya se había retirado, hacía tres años que no realizaba ninguna de sus proezas, así que revivieron y enmendaron su noviazgo virginal, ahora sin la ansiedad de la carne. Pasaron tres años juntos, paseando de la mano, charlando hasta el alba, jugando a las damas y alimentando a las palomas en la plaza. Hasta que, una noche, decidieron saldar esa gran deuda. Más excitados que nunca, se despojaron de sus ropas y se observaron. El tiempo había hecho estragos en sus cuerpos, pero ninguno de los dos recordaba un espectaculo más hermoso que el que ahora tenía frente a sus ojos. Se acostaron, y Guillermo la beso y acarició tiernamente, sólo para quedarse dormido allí mismo, en ese instante y para siempre. Tamara besó sus ojos ya sin vida, derramó una lágrima en memoria de todos esos años que tardaron en encontrarse y, antes de marcharse, lo más silenciosamente que pudo, le preparó el desayuno.

sábado, 29 de octubre de 2011

El entramado

  ¿Cuántos colectivos llenos dejo pasar apostando a que, pronto, alguno vendrá con asientos libres? Depende de muchas cosas. Hoy dejé pasar a tres, y me subí al cuarto. No estaba lleno, pero tampoco tenía asientos disponibles, así que aquí estoy, estudiando la situación. Porque si soy capaz de retrasar el arribo a mi hogar, si sacrifico mi tiempo, o, mejor dicho, lo invierto intentando mejorar mi viaje, es obvio que no soy un improvisado. No me contentaré viajando parado a la simple espera de que la providencia me regale una silla. De ninguna manera. Como cualquier otra cosa en esta vida, esto es una competencia. Una feroz competencia. Y no hay nadie aquí, más hábil que yo. Hay muchos pequeños indicios que hay que tener en cuenta. No hay que pararse nunca cerca de señoras mayores. Se sabe que los asientos liberados muy cerca de su territorio les pertenecen, por esa discriminación positiva tanto etaria como de género. Claro que no estoy de acuerdo, lo más probable es que sean viejas arrastradas, estúpidas y desagradables, y que no merezcan la comodidad más que yo, pero hay ciertas reglas que, al desoírlas, pueden ponernos en un lugar poco ventajoso. Así que, lo mejor, es alejarse. Darles la espalda. También es conveniente acercarse a la parte trasera, a la última hilera, por una mera cuestión estadística: es donde más asientos hay, así que es probable que en esa zona se dé la primera oportunidad. Y hay que saber leer los gestos. Aquel que otea por la ventanilla en busca de las numeraciones, aquella que acomoda la cartera sobre su hombro, aquel que coloca un señalador en el libro que venía leyendo. Y entonces, una vez detectada una de estas sutiles señales, ir a reclamar el asiento, antes de que lo hayan abandonado. Y para los viajes rutinarios, ayuda muchísimo memorizar los pasajeros habituales, y sus destinos. Aquella rubia, por ejemplo, poco agraciada pero llamativa, se baja en Belgrano al 1200. Muy lejos, sólo sirve en casos de emergencia. En malas jornadas, donde pareciera que cualquier imbécil consigue asiento menos uno, que encima se esfuerza. La vieja asquerosa esa, la de anteojos, se baja dos cuadras después de la plaza. Y siempre se persigna frente a la Iglesia, justo antes de... ¿Dónde estamos? Supisiche... Había uno que se bajaba acá. Sí, el flaquito de anteojos, el morochito. ¿Dónde estás, ratita? Laucha despreciable, ¿dónde estás sentado? Nunca te vi parado, infeliz... Pero no, no estás... ¿Dónde estás? Antes te veía siempre, y ahora que te necesito... Negrito de mierda...

Un escritorio vacío. Un escritorio limpio. Un escritorio marcado, pero ya sin vida. Nada significa para nadie. Nadie piensa en él, no forma parte de la vida de nadie. Un escritorio viejo, pero amnésico.

  Qué frío... Dale, Zambo, vamos adentro. Dale, corré un ratito más y nos vamos. Hace frío. Aparte ya está oscuro, y me da un poco de miedo. Esta plaza siempre me dio miedo. Ay, tendría que sacarte a pasear más temprano, como hacía antes... Sí, ya sé. Qué tonta. Como una boluda salgo a esta hora, me banco el frío, me banco el miedo, para ver si él aparece. Pero es tan lindo... ¿Te acordás cuando te le tiraste encima? Se quedó quieto, mirando, petrificado. Yo te grité y me fui acercando, y ahí me miró. Ay, qué lindo. Y qué aparato, ni se movía. "Perdoná, es que es cachorro todavía". Y ni me contestó. Intentó una sonrisa pero ni eso le salió. Debe ser re-tímido. Me acuerdo que esa semana lo volví a ver. Me hice la distraída a ver si me miraba, si me saludaba. Pero no, siguió de largo. Y a la otra semana, lo mismo. Y así como dos meses, hasta que lo empecé a saludar de lejos, con un ademán apenas. Y él apenas respondía. Pero eso solo... era el punto alto del día. Sí, qué patética. Ay, si Ramiro se enterase. Qué vergüenza... Pero no hago nada malo. ¿No, Zambo? Bueh, vamos adentro. Hoy tampoco aparece. ¿Seguirá con los mismos horarios? Tengo miedo de no volver a verlo... Yo le quería hablar, aunque sea...

¿Es un secreto aquello que ya no significa nada para nadie? Una carta que ya nadie puede descifrar. O, peor aún, una carta que ya nadie tiene interés en descifrar. Cosas escondidas tan celosamente, que ya nadie podrá encontrarlas. Ya no son un secreto, pues ya no son nada. Se han convertido en un papel como cualquier otro, basura, un montón de garabatos ilegibles. Extrañamente...

  Uy, ¿viste este? Recién llegó y no sabés cómo se vende. Sí, una barbaridad. Es la típica novelucha calenturrienta que leen las pendejitas. Pero no sabés, hoy vino una señora grande, totalmente excitada, con la hija de treintypico de años, ponele, que le oficiaba de intérprete. No, la piba se moría de vergüenza: la madre, flor de pelotuda, rogándome "¿pero cuándo sale el tercero? ¿Y no sabés qué va a pasar? Porque cuando por fin parece que la parejita va a... bueno, que van a estar juntos, ¡pum! Te los separan. ¿No sabés cuándo sale el tercero? ¿No te dijeron? Porque en Internet yo vi que ya está, se llama 'Ardor'". No, un desastre la vieja. Yo me quería cagar de la risa, pero no podía, ¿viste?, aunque por suerte la piba sabía que la madre estaba haciendo el ridículo, así que hablábamos entre nosotros con miradas cómplices. Qué vieja loca... ¿Y este otro? ¿Se vende? No, ¿no? ¿Sabés quién se lo llevaría? ¿Te acordás de este pibe morochito, de anteojos? Uno petisito, que compraba muchos libros de computación. Como uno por semana, era un relojito. Ahora que lo pienso, hace bastante que no lo veo. Como... no sé, como varios meses. Rubén se llamaba, ¿no lo ubicás? Uno que no preguntaba nada, venía, miraba, revisaba como por media hora y después se llevaba algo. Así, calladito, muy correcto. ¿No? Qué raro...

Una pesadilla. La realidad es una pesadilla, porque en el sueño, Rubén estaba vivo. Y ella lo acariciaba, y le hacía regalos. Él sonreía, y luego partía, pero ella sabía que iba a volver. Porque su hijo siempre volvía, volvía a sus caricias y a sus regalos. Y al despertar, al entender que aquello que sentía era desplazado violentamente por una angustia oprimente y demoledora, se convencía de que su vida se había dado vuelta. Sus sueños eran ahora lo que importaba, y la vigilia era una insoportable y lenta pesadilla.

sábado, 8 de octubre de 2011

Saturnino Alemán: el genio oculto (primera entrega)

  Saturnino Alemán fue un visionario. Ensayista torpe y autor de modestas novelas de ciencia ficción, permanece en un anonimato injusto, a causa de su mediocridad como escritor, y de su terquedad a la hora de titular sus obras. Con otros ojos se habría recibido la que, para los pocos críticos que la han leído, es su obra maestra, "Cómo me cuesta costearme hasta el vericueto", si Saturnino la hubiera llamado, como le aconsejaba su esposa, "El tercer mañana". "La novela es una pieza clave de un rompecabezas que ha sabido existir sin su participación", nos dice Leonard Finkelstein, catedrático de la Universidad de Salamanca. "Está a la altura, conceptualmente, de 'A Brave new world' y '1984', si nos permitimos perdonarle la descuidada prosa. La visión del futuro que Alemán plasmó en esa novela es absolutamente acertada: fue el único en predecir, simultáneamente y de manera muy detallista el fenómeno de Internet, los celulares, el chat, los reproductores de mp3, el facebook. Y su tono de denuncia, al pintar este mundo actual donde la privacidad es un concepto anacrónico y 'pasado de moda', y la sobre-exposición de los aspectos íntimos de la vida son un síntoma de un órden político y social enfermo que está condenado a la auto-destrucción, es un claro indicador de su lucidez".
  Dicha novela narra las peripecias de Sal Goodrich, un "telembaucador", como Alemán llama a lo que, hoy en día, conocemos como asesor de imagen. Sal teje, a lo largo de su vida, las redes detrás del ascenso y la caída de los más importantes emperadores galácticos, culminando su carrera cuando el imperio se fagocita a sí mismo para dar lugar a un retorno a las fuentes de la humanidad. "No comprendes, Sally. No lo hago por el dinero. No lo hago por la fama. Ni siquiera lo hago por amor a la humanidad. Hago lo que hago para manejar mi futuro, que es el de toda la raza. No me importa qué nos depare el mañana, siempre y cuando sea yo el que lo vio antes, el que, a partir de las cosas que tuvo enfrente, lo organizó y lo encaminó. Poco me importa si este tercer mañana es mejor que los dos anteriores. Sólo me importa ser el primero que sepa hacia dónde mirar para ver salir el sol... Uy, alguien me señalizó en una foto en su registro público personal, a ver... Jaja, ¡Ricardo Petorutti! A este no lo veo desde nuestra educación superior conjunta. Lo voy a agregar a mi lista de amigos", dice Sal en uno de sus más conmovedores monólogos y, en efecto, "El tercer mañana" pareciera ser un título adecuado para la obra. Pero Alemán quiso que se llamara "Cómo me cuesta costearme hasta el vericueto", y no permitió que nadie cuestionase esa decisión. Y así se explica, en parte, lo poco conocida y traducida que ha sido su obra.
  Su mujer, Gertrude Fillipon de Alemán, publicó en 1978, dos años después de la muerte de Saturnino, el libro "El genio oculto (o 'A la mancha de salsa, tirale con soda', como lo habría titulado el infradotado de mi marido, que en paz descanse)", donde cuenta las memorias de su vida compartida. Allí relata las intensas peleas que suscitaban los desafortunados títulos de las obras de Alemán, para las cuales Gertrude siempre tenía una mejor opción. "Infame equilibrio", para "Los cisnes tienen feo olor". "Elección y reacción", en vez de "Desde acá se ve bastante poco, pará que me acerco". O el simple "Dique", en vez del engañoso "Treinta chistes de negros". Actualmente, Gertrude sigue intentando que le permitan cambiar los títulos de la obra de su fallecido esposo, para así poder reeditar una porción de nuestra historia literaria cuya lectura nos debemos desde hace tiempo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Doppelgänger #1


  Enrique era un pibe bastante tímido, pero de buen corazón. Por suerte, y a pesar de sufrir mucho la soledad, jamás adoptó una postura de resentimiento. El 14 de Agosto de 1998 conoció a Gabriela. Una amiga de ella salía con un amigo de él. Causaron muy buena impresión uno en el otro, pero no volvieron a verse hasta que no pasaron otros cinco meses.
  Eventualmente, se hicieron amigos. Gabriela era una persona más extrovertida y sociable que Enrique, pero no tenía muchos amigos. Enrique se ganó su confianza casi de inmediato, quizás por mostrarse tan vulnerable. A muchas chicas les gusta eso, sobre todo a esa edad. Cuando comenzaron a chatear regularmente y a citarse una vez cada tanto, tenían 19 años.
  Gabriela quería que él la besara. Pero no lo besaría, eso debía hacerlo el hombre. Enrique ni podía imaginarse que Gabriela podía querer un beso suyo. Estaba agradecido por su amistad y no se permitía pensar nada que la pusiera en riesgo. Ella esperó casi dos años a que él hiciera algo, dejando pasar pretendientes mientras tanto. Salía con hombres, tenía sexo con ellos, pero jamás se involucraba, esperando que Enrique algún día se decidiera a hacer algo. No podía ser de otra manera.
  El 5 de Febrero de 2001, Enrique conoció a Florencia. Florencia quiso un beso de Enrique, y lo tomó. Enrique sintió una inmensa sorpresa y una aún más grande felicidad. Gabriela los odió a los tres, y conoció a David, a quien se obligó a querer y más tarde aprendió también a odiar. Enrique jamás se enteró. Dejaron de verse, sin preguntarse por qué.
  El 23 de Junio de 2003, Florencia conoció a Martín. Comenzó a frecuentarlo y a coger con él. Decidió que prefería estar con Martín antes que con Enrique, y así se lo comunicó. Enrique insultó a una mujer por primera vez en su vida, aunque meses más tarde se arrepentiría. Volvió a su soledad, y volvió, sin saberlo, a buscar a Gabriela. Ella lo recibió con los brazos abiertos. Recuperaron su amistad, comenzaron a verse dos o tres veces por semana, y el 13 de Agosto de 2003, Enrique la besó. Para ambos, fue el beso más intenso de sus vidas. Se sentían felices, finalmente realizados. Los dos recordarían esa noche como el punto más alto de sus experiencias amorosas, aún muchos años después.
  Antes de despedirse, acordaron encontrarse dos días después.
  Nunca más volvieron a verse.

domingo, 16 de enero de 2011

Elogio de la incomodidad

  Tengo 25 años y no sé andar en bicicleta. Sí, así empieza mi discurso. Esa suele ser mi carta de presentación. ¿Por qué lo digo? Antes creía que era, simplemente, para evitar sentir la vergüenza del eventual momento en que la otra persona lo descubriese. Como un mecanismo de defensa. Tiene sentido: mi sentido del humor suele basarse casi exclusivamente en burlarme de todo lo que creo que está mal en mí. Así que bien podría ser esa la razón. Siento que esas faltas son tan pesadas que prefiero blanquear desde el primer momento que me considero un pelotudo y que sí, sí, tenés razón, soy un pelotudo.
  Pero... ¿sigue siendo así? ¿Fue siempre así? Hay algo más, no sé si habrá surgido de la costumbre o si es una evolución de ese mecanismo de defensa, pero he llegado a descubrir que... encuentro cierto gustito en tener 25 años y no saber andar en bicicleta. Quizás se deba a esa constante búsqueda por destacar, por ser original, o aunque sea, diferente. Pero estoy empezando a pensar que no. Que la razón detrás de esto es más triste: que he aceptado que esas cosas que considero faltas imperdonables, forman parte de mi identidad. Que eso es lo que soy. Que mi incomodidad constante forma parte de mi ser, que cambiar es imposible, y que si llegara a ser posible, estaría dejando de ser quien soy para pasar a convertirme en otra persona, una persona por la cual la persona que soy hoy no sentiría respeto.

  ¿O acaso es todo esto una especie de mentira encubierta, una teoría enroscada para esconder que, simplemente, todo me da miedo y no sé cómo mierda dar el primer paso hacia ningún lado? No lo sé. Por lo pronto, me abro un blog. Me permito tener un blog. Algo que, debo reconocer, me da asco. Pero tengo que lograr salir de ese lugar de la incomodidad glorificada. Empezar a hacer, empezar a estar, empezar a compartir. ¿Qué? No lo sé. Pero, principalmente, dejar de lloriquear.



  Aunque, releyendo esto que acabo de poner, me parece que no estoy empezando de la mejor manera... No sólo es un largo lloriqueo, sino que no se entiende un joraca.

  Bueh, vamos de vuelta: tengo 25 años y no importa si sé andar o no en bicicleta. Pero tengo ganas de pensar y de escribir.