domingo, 11 de diciembre de 2011

Crí(p)tica a la vergüenza

  Estaba sentado sobre la hierba de una pequeña plaza, en una noche despejada. La única luz era la de la luna, enorme, una luna que giraba sobre sí misma dejando ver una superficie interminable, con paisajes e irregularidades irrepetibles, como si fuera una cinta infinita asomándose por una ventana circular. Estaba desnudo, y una brisa estival lo acariciaba. Miraba los juegos de la plaza sin saber qué hacer a continuación. Se sentía intranquilo, como si hubiera dejado algo a medio hacer, como si estuviera faltando a una cita, como si se encontrara cerca de concretar algo deseado pero ahora olvidado. Se levantó no sin dificultad, y comenzó a caminar sin rumbo, ya que nada se veía más allá de los límites de la plaza. Podía sentir arena debajo de sus pies descalzos. Unos segundos después de haber abandonado la plaza, comenzó a oír llantos infantiles. Los sollozos lo rodeaban, y le generaban una angustia inconmensurable. Intentó escapar, pero no pudo, ya que la angustia pronto se convirtió en un dolor físico que lo derribó. Comenzó a gritar, encogido en el suelo, sintiendo que su estómago era aplastado por una poderosa prensa, convencido de que moriría allí mismo, y que ese coro de niños tendría el papel de verdugo. Sus cuerdas vocales le dolían de tanto gritar, y comenzó a sentir el gusto de su propia sangre, cuando las figuras de docenas de bebés aparecieron gateando hacia él, y lo cubrieron, siempre llorando, emitiendo terribles alaridos. Su cuerpo entumecido se inundó de rabia al entrar en contacto con esos bebés, y explotó en un violento arrebato que catapultó a la mayoría de las criaturas fuera de su vista. Entendió que el daño que les causara, el verdadero daño que ellos sufrieran, apagando así sus llantos, estaba relacionado con su dolor, de manera inversamente proporcional. Oyó el crujir de los huesos de los bebés arrojados en todas direcciones, y comenzó a sentirse aliviado. Pero todavía quedaba uno, que chillaba estridentemente, provocándole naúseas y mareos. Casi sin pensarlo lo tomó entre sus manos, lo alzó, y comenzó a estrangularlo. Los ojos de la criatura se transformaron en dos pozos de un negro viscoso, y toda su figura fue deformándose, como derritiéndose, a medida que su llanto se apagaba. Lo vio deshacerse entre sus dedos, y de los ojos brotó una sustancia pestilente, que comenzó a cubrir sus manos, y luego avanzó por sus brazos, congelándolos por completo y haciéndolos pesados como piedras. Dejó caer sus brazos y no pudo moverlos, y estos comenzaron a hundirse en la arena. Desesperado, intentó con sus piernas rechazar esa fuerza que comenzó a sepultarlo, pero ya nada podía hacer. El suelo lo tapó por completo, y comenzó a respirar arena, perdiendo un poco de su vida con cada inhalación. El pecho le ardía, sentía cómo se destrozaban por dentro sus pulmones, cómo la boca se le llenaba de arena, cómo esta se mezclaba con su sangre, y supo, por segunda vez, que estaba muriendo. Esa pasta que tenía en su boca pronto formó un bozal, y ahogó sus silenciosos gritos. Sus extremidades fueron tomadas por algo o alguien, y se encontró totalmente inmovilizado. Fue entonces que pudo verse a sí mismo, y comenzó a sentir un intenso cosquilleo en su zona inguinal, y a pesar del terror de su propia muerte, supo que eso iba a pasar, ya no había vuelta atrás, algo o alguien lo estaba estimulando, lo estaba excitando, y él, inmóvil y sometido, no podía oponerse. Sabía que esa sería su muerte, que el momento en que cediera a esa excitación, el momento en que se dejase llevar, entonces se habría rendido y su cuerpo quedaría allí, abandonado sin vida para siempre. Sintio aromas y caricias olvidadas, luchó contra ellas, pero pronto perdió la batalla, y su cuerpo se vio sacudido por violentos espasmos a medida que eyaculaba y todo indicio de vida lo abandonaba. Y siguió viéndose cuando, a medida que los espasmos se iban sucediendo, su cuerpo comenzó a deshacerse en jirones de carne, hasta que ya no quedó nada, y el último de los reflejos de esa falsa luna se apagó.

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