sábado, 29 de octubre de 2011

El entramado

  ¿Cuántos colectivos llenos dejo pasar apostando a que, pronto, alguno vendrá con asientos libres? Depende de muchas cosas. Hoy dejé pasar a tres, y me subí al cuarto. No estaba lleno, pero tampoco tenía asientos disponibles, así que aquí estoy, estudiando la situación. Porque si soy capaz de retrasar el arribo a mi hogar, si sacrifico mi tiempo, o, mejor dicho, lo invierto intentando mejorar mi viaje, es obvio que no soy un improvisado. No me contentaré viajando parado a la simple espera de que la providencia me regale una silla. De ninguna manera. Como cualquier otra cosa en esta vida, esto es una competencia. Una feroz competencia. Y no hay nadie aquí, más hábil que yo. Hay muchos pequeños indicios que hay que tener en cuenta. No hay que pararse nunca cerca de señoras mayores. Se sabe que los asientos liberados muy cerca de su territorio les pertenecen, por esa discriminación positiva tanto etaria como de género. Claro que no estoy de acuerdo, lo más probable es que sean viejas arrastradas, estúpidas y desagradables, y que no merezcan la comodidad más que yo, pero hay ciertas reglas que, al desoírlas, pueden ponernos en un lugar poco ventajoso. Así que, lo mejor, es alejarse. Darles la espalda. También es conveniente acercarse a la parte trasera, a la última hilera, por una mera cuestión estadística: es donde más asientos hay, así que es probable que en esa zona se dé la primera oportunidad. Y hay que saber leer los gestos. Aquel que otea por la ventanilla en busca de las numeraciones, aquella que acomoda la cartera sobre su hombro, aquel que coloca un señalador en el libro que venía leyendo. Y entonces, una vez detectada una de estas sutiles señales, ir a reclamar el asiento, antes de que lo hayan abandonado. Y para los viajes rutinarios, ayuda muchísimo memorizar los pasajeros habituales, y sus destinos. Aquella rubia, por ejemplo, poco agraciada pero llamativa, se baja en Belgrano al 1200. Muy lejos, sólo sirve en casos de emergencia. En malas jornadas, donde pareciera que cualquier imbécil consigue asiento menos uno, que encima se esfuerza. La vieja asquerosa esa, la de anteojos, se baja dos cuadras después de la plaza. Y siempre se persigna frente a la Iglesia, justo antes de... ¿Dónde estamos? Supisiche... Había uno que se bajaba acá. Sí, el flaquito de anteojos, el morochito. ¿Dónde estás, ratita? Laucha despreciable, ¿dónde estás sentado? Nunca te vi parado, infeliz... Pero no, no estás... ¿Dónde estás? Antes te veía siempre, y ahora que te necesito... Negrito de mierda...

Un escritorio vacío. Un escritorio limpio. Un escritorio marcado, pero ya sin vida. Nada significa para nadie. Nadie piensa en él, no forma parte de la vida de nadie. Un escritorio viejo, pero amnésico.

  Qué frío... Dale, Zambo, vamos adentro. Dale, corré un ratito más y nos vamos. Hace frío. Aparte ya está oscuro, y me da un poco de miedo. Esta plaza siempre me dio miedo. Ay, tendría que sacarte a pasear más temprano, como hacía antes... Sí, ya sé. Qué tonta. Como una boluda salgo a esta hora, me banco el frío, me banco el miedo, para ver si él aparece. Pero es tan lindo... ¿Te acordás cuando te le tiraste encima? Se quedó quieto, mirando, petrificado. Yo te grité y me fui acercando, y ahí me miró. Ay, qué lindo. Y qué aparato, ni se movía. "Perdoná, es que es cachorro todavía". Y ni me contestó. Intentó una sonrisa pero ni eso le salió. Debe ser re-tímido. Me acuerdo que esa semana lo volví a ver. Me hice la distraída a ver si me miraba, si me saludaba. Pero no, siguió de largo. Y a la otra semana, lo mismo. Y así como dos meses, hasta que lo empecé a saludar de lejos, con un ademán apenas. Y él apenas respondía. Pero eso solo... era el punto alto del día. Sí, qué patética. Ay, si Ramiro se enterase. Qué vergüenza... Pero no hago nada malo. ¿No, Zambo? Bueh, vamos adentro. Hoy tampoco aparece. ¿Seguirá con los mismos horarios? Tengo miedo de no volver a verlo... Yo le quería hablar, aunque sea...

¿Es un secreto aquello que ya no significa nada para nadie? Una carta que ya nadie puede descifrar. O, peor aún, una carta que ya nadie tiene interés en descifrar. Cosas escondidas tan celosamente, que ya nadie podrá encontrarlas. Ya no son un secreto, pues ya no son nada. Se han convertido en un papel como cualquier otro, basura, un montón de garabatos ilegibles. Extrañamente...

  Uy, ¿viste este? Recién llegó y no sabés cómo se vende. Sí, una barbaridad. Es la típica novelucha calenturrienta que leen las pendejitas. Pero no sabés, hoy vino una señora grande, totalmente excitada, con la hija de treintypico de años, ponele, que le oficiaba de intérprete. No, la piba se moría de vergüenza: la madre, flor de pelotuda, rogándome "¿pero cuándo sale el tercero? ¿Y no sabés qué va a pasar? Porque cuando por fin parece que la parejita va a... bueno, que van a estar juntos, ¡pum! Te los separan. ¿No sabés cuándo sale el tercero? ¿No te dijeron? Porque en Internet yo vi que ya está, se llama 'Ardor'". No, un desastre la vieja. Yo me quería cagar de la risa, pero no podía, ¿viste?, aunque por suerte la piba sabía que la madre estaba haciendo el ridículo, así que hablábamos entre nosotros con miradas cómplices. Qué vieja loca... ¿Y este otro? ¿Se vende? No, ¿no? ¿Sabés quién se lo llevaría? ¿Te acordás de este pibe morochito, de anteojos? Uno petisito, que compraba muchos libros de computación. Como uno por semana, era un relojito. Ahora que lo pienso, hace bastante que no lo veo. Como... no sé, como varios meses. Rubén se llamaba, ¿no lo ubicás? Uno que no preguntaba nada, venía, miraba, revisaba como por media hora y después se llevaba algo. Así, calladito, muy correcto. ¿No? Qué raro...

Una pesadilla. La realidad es una pesadilla, porque en el sueño, Rubén estaba vivo. Y ella lo acariciaba, y le hacía regalos. Él sonreía, y luego partía, pero ella sabía que iba a volver. Porque su hijo siempre volvía, volvía a sus caricias y a sus regalos. Y al despertar, al entender que aquello que sentía era desplazado violentamente por una angustia oprimente y demoledora, se convencía de que su vida se había dado vuelta. Sus sueños eran ahora lo que importaba, y la vigilia era una insoportable y lenta pesadilla.

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