sábado, 19 de noviembre de 2011

El amante perfecto (¿Doppelgänger #2?)

  Guillermo llegó a ser un gran amante, sin duda el mejor de su ciudad, probablemente el mejor de su país, y tal vez hasta el mejor del mundo. Es difícil medir o evaluar la capacidad amatoria de una persona, pero su caso llegó a ser tan excepcional, que llamarlo "el amante perfecto" no es una exageración. Fueron tantas las mujeres que perdieron los estribos sobre su peludo cuerpo, tantos los gemidos que arrancó de muchachas que recién con él entendieron qué era el placer, tantas las leyendas que se generaron alrededor de su misteriosa presencia, que, de hecho, el título de "amante perfecto" no le hace justicia. La perfección sólo habla de un estado de equilibrio, donde nada sobra ni falta. Pero su papel como amante era desequilibrante, obsceno, exagerado. Cada piel que tocaba se encendía, desterraba de los cuerpos cualquier señal de pudor o sensatez, para traducir en un idioma animal los deseos más profundos de la afortunada de turno. Un verdadero atleta sexual, pero también del corazón, del cerebro, del alma. No había fibra que dejara intacta, sacudía a su paso cada una de las moléculas de sus conquistas.
  Pero eso no fue siempre así. El comienzo de su vida amorosa estuvo marcado por el fracaso, un fracaso tan sobrenatural y poderoso como luego llegaría a ser su éxito. Todo empezó con Tamara, su primer y gran amor. La conoció a los diecisiete años, en uno de sus viajes en solitario, que emprendía en busca de su centro, con su guitarra al hombro, la herramienta que, en ese momento, creía que le permitiría conquistar a su primera mujer. Y así fue. Desafinando gastadas declaraciones de amor, consiguió que el corazón de Tamara se le abriese, así como también sus piernas. Y allí comenzó a manifestarse su extraño poder: Tamara, al ser tocada por Guillermo, caía inmediatamente en un sueño profundo. Irrevocablemente. Las primeras veces, Guillermo lo atribuyó a un miedo virginal por parte de la muchacha. Luego, hablando con ella sobre sus experiencias previas, comprobó que no, que Tamara no era virgen, ni siquiera pudorosa, que con sus tiernos dieciseis años ya contaba con una experiencia vasta tanto en cantidad como en calidad de amantes, y que no, ¿cuándo me quedé yo dormida, de qué estás hablando? Guillermo siguió entonces sometiéndola a su extraño y desubicado poder, siempre teorizando en la penumbra cuál podía ser el problema. Frustrado, y con incontenibles ganas de hacerla suya, comenzó a odiarse a sí mismo por esa incapacidad por mantenerla despierta, intuyendo que algo malo tenía. Ella era su primera mujer, la única que había deseado y que desearía con tanta fuerza, aún luego de más de 75 años de compartir orgasmos de todos los colores, olores, formas y estilos. Así que se alejó, la octava noche que pasaron juntos. Al dormirse ella con la lengua de su amado dentro de la boca, Guillermo decidió partir, no sin antes cubrirla con una frazada y dejarle un desayuno preparado a modo de despedida.
  Partió a saciar su sed sexual, sin importar con quién ni cómo, y así lo hizo: la suerte quiso que se encontrara con la única persona en el mundo capaz de neutralizar su poder. Se llamaba María Cristina, y le llevaba cuarenta y siete años, que escondía bajo capas y capas de costoso maquillaje. Esas mismas capas fueron las que permitieron que nunca, pero nunca, sus pieles se tocaran. Las caricias de Guillermo se deslizaban sobre esa película de hipocresía logrando que el ímpetu y la buena voluntad tuvieran una respuesta, y así él creyó que el asunto de Tamara había quedado olvidado. Habiéndose sacado ese peso de encima, Guillermo fue descubriendo, de a poco, el loco descontrol de la pasión sexual. Fue desarrollando así el idioma animal que luego perfeccionaría, ya que, para ser sinceros, María Cristina tampoco le otorgaba mucha libertad. Las luces siempre apagadas y las caricias y mordiscos siempre controlados, para que su maquillaje no se viera perturbado, y siempre sobre la cama de su habitación, mandada a construir especialmente para paliar sus problemas de cadera. Pronto estas limitaciones cansaron a Guillermo, cuyo verdadero poder comenzaba a asomar. Al ver que su virtud de perder completamente el control era pagado con reprimendas y con sopapos de madre castradora, decidió mudar de lecho, sabiendo que ahora, podía volver a elegir.
  Así conoció a Isabel, con quién se consumaría la verdadera metamorfosis. Isabel era bellísima, una voluptuosa morocha de ojos verdes, con rollizas curvas que pedían a gritos que un valiente explorador perdiera allí su aliento. Así lo hizo Guillermo. Lleno de confianza y una vez más, con una increíble sed que saciar, llevó a Isabel a un hotel diez minutos después de haberla conocido. La despojó de las ropas con toda su ternura, al mismo tiempo que las desgarraba con sus dientes (un extraño método que, años después, sería bautizado por una prostituta sueca como "la caricia del polillo"). La tendió sobre la cama, y al comenzar a tocarla, Isabel cayó en un sueño profundo. Con la guardia baja, Guillermo no se percató hasta que pasaron cinco minutos e Isabel comenzó a roncar. Y entonces ocurrió la desgracia más afortunada: Guillermo, en un estado de éxtasis total, ese estado de calentura animal que lo caracterizaría por siempre, recordó ese viejo fracaso. Ese viejo amor. Tamara, su bella durmiente. Tamara, con su rechazo inapelable. Tamara, esa mujerzuela que a todos se había ofrecido, menos a él. Con el raciocinio totalmente apagado, toda esa vorágine de recuerdos traumáticos lo volvió loco, y descargó su furia sexual en la dormida Isabel. Hizo lo que nunca con Tamara. La violó. Pero su contacto la mantenía dormida, y eso lo enfurecía aún más. Él deseaba despertarla, estaba enfrentando ese viejo fracaso para vencerlo, gritando improperios y llamándola "Tamara", "Tamara, la puta", "Tamara, la zorra", "Tamara, ¡despierta, desgraciada!". Pero Isabel no podía despertar, ya que el contacto de Guillermo, aunque tremendamente violento, la mantenía en ese coma sobrenatural. Guillermo le mordió los pezones hasta hacérselos sangrar, le tiró del pelo arrancándole mechones, pero nada, Isabel seguía dormida, en ese terremoto de furia y pasión que podría haber terminado en una tragedia. Pero allí, en la alcoba, las cosas que importan pasan por debajo de nuestra consciencia. Guillermo logró despertarla, pero no fueron sus arrebatos furiosos, sino un cambio interno, un cambio químico, o quizás metafísico, en fin, un cambio de frecuencia, algo, que hizo que de repente, su tacto no sólo la despertara, sino que despertara en Isabel sus más bajos instintos, para que respondiese a esa furia animal de Guillermo de la misma manera. Y así nació la leyenda. Esa noche, entre mechones de pelos arrancados y sangre bajo las uñas, Guillermo e Isabel se encontraron en un paraíso orgásmico, convirtiendo la más violenta y salvaje de las violaciones en una experiencia cargada de amor, que recordarían por todas sus vidas.
  Siguieron juntos varios años, mientras Guillermo aprendía a desterrar por completo su toque soporífero reemplazándolo por esa llamada a la pasión primigenia. Durante mucho tiempo, Isabel se quedaba dormida al comenzar sus sesiones, y Guillermo trataba de despertarla, cada vez usando menos violencia y menos tiempo, hasta que lograban encontrarse, paradójicamente perdidos en los laberintos de la sexualidad desatada. Hasta que Guillermo se convirtió en el amante perfecto, con su capacidad por enloquecer a Isabel totalmente naturalizada, al alcance de sus dedos, sin necesidad de despertarla porque ella ya no se dormía. Guillermo se había librado de su maldición. Y podría haber sido feliz con Isabel, si ella no hubiera conocido esos primeros momentos que vivieron, cuyo anhelo terminó por desgastar la relación. Isabel le confesó que no había mayor placer que el de despertar en medio de ese ciclón en que Guillermo se convertía, y fantaseaba con que él la tomara en medio de una siesta, o a las cuatro de la mañana, mientras ella dormía. "O quizás puedas hacer que me duerma como antes, ¿te acuerdas, querido?". Guillermo, que se había librado de su carga pero no de sus dolorosos recuerdos, se indignó, ya que esa furia que lo obligó a revertir sus poderes tenía un sabor más que amargo, y tomó las fantasías de su novia como una especie de burla. Así que huyó. Accedió a tomarla por la fuerza por la noche, pero en vez de eso, le dejó preparado el desayuno y partió, para nunca más volver. Isabel, que fue la única mujer que conoció las dos caras de su extraño don, no pudo soportarlo. Se quitó la vida, y fue la única de las 6.254 mujeres que se acostaron con él en hacerlo.
  Y así fue. Guillermo viajó por el mundo, buscando en cada mujer que estremecía a Tamara, su gran deuda. Las amó a todas, y todas lo amaron, y todas lo dejaron ir totalmente satisfechas, felices por haberlo conocido. Su don era tan poderoso que destrozaba cualquier idea de amor posesivo. Las mujeres ya no eran las mismas luego de haber recorrido su cuerpo. Tuvo relaciones más o menos estables con algunas de ellas, hasta simultáneamente con cinco o seis, y en una ocasión, en España, tuvo un harén de 86 mujeres, hasta que las autoridades lo descubrieron y lo expulsaron del país por inmoral. Sembraba la felicidad y la plenitud a su paso, y él también era feliz, aunque no podía apartar a Tamara de su mente.
  Los años fueron pasando, y en todos los continentes se hizo famoso. Cada vez que llegaba a una nueva comunidad, era recibido de manera especial. A veces, con el ofrecimiento de las doncellas del lugar, otras veces con la petición de conceder una última noche de pasión a las enfermas terminales, y algunas veces era perseguido por una turba violenta que buscaba castrarlo.
  Su incesante peregrinaje encontró su fin en su ciudad natal, donde, finalmente, encontró a Tamara. Los dos estaban viejos y sin dientes, pero notaron en sus ojos que su amor no se había extinguido. Guillermo ya se había retirado, hacía tres años que no realizaba ninguna de sus proezas, así que revivieron y enmendaron su noviazgo virginal, ahora sin la ansiedad de la carne. Pasaron tres años juntos, paseando de la mano, charlando hasta el alba, jugando a las damas y alimentando a las palomas en la plaza. Hasta que, una noche, decidieron saldar esa gran deuda. Más excitados que nunca, se despojaron de sus ropas y se observaron. El tiempo había hecho estragos en sus cuerpos, pero ninguno de los dos recordaba un espectaculo más hermoso que el que ahora tenía frente a sus ojos. Se acostaron, y Guillermo la beso y acarició tiernamente, sólo para quedarse dormido allí mismo, en ese instante y para siempre. Tamara besó sus ojos ya sin vida, derramó una lágrima en memoria de todos esos años que tardaron en encontrarse y, antes de marcharse, lo más silenciosamente que pudo, le preparó el desayuno.

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