jueves, 15 de diciembre de 2011

Ley de gravedad

  ¿Qué lo llevó a esa terraza? ¿Qué cadena de pensamientos pudo colocarlo ahí? De todas las personas, a él: Ricardo Ensenada. Padre de tres hijos, esposo de una mujer amorosa, con una muy buena posición económica, ejerciendo su profesión soñada y con un cuantioso círculo de amigos. Quizás fuera todo eso. Una vida inmaculada, perfecta desde todo punto de vista, una situación envidiable que, igualmente, escondía una pequeña alarma, una especie de zumbido casi imperceptible que no le dejaba conciliar el sueño. Hay algo más en esta vida. Hay, definitivamente, algo más.
  Esa era su impresión. Ese era el pensamiento que estaba debajo de cada acción que emprendió en los últimos cinco años de su vida. En secreto, tratando de no alarmar a la gente que lo rodeaba, comenzó a cuestionar todo aquello que hasta ese entonces le pareció una certeza, una constante o una ley. Comenzó a buscar la compañía de otras personas, sin ausentarse jamás de sus compromisos preestablecidos, para no llamar la atención. No descuidó su mundo al tratar de encontrar otro, y tal cosa lo hizo sentir siempre como un héroe. Porque eso es lo que intentaba ser: un héroe. Él encontraría esa ventana al otro mundo, al mundo real, para que toda esa gente que él quería pudiera dejar esa existencia mutilada que habían aceptado como "realidad".
  Y así fue, en esa búsqueda de relecturas que conoció a Joaquín, el viejo Joaquín. Un anciano loco según la gran mayoría, pero un faro de oscuridad para él. Ahí donde no había más que luz, Joaquín podía oscurecerlo todo. O casi todo, hasta que conoció a Ricardo, un tipo con una lógica invencible que se unió a su cruzada de oscurecimiento, con todas las herramientas de la iluminación. Juntos, jugaron a derribar todas las certezas que hasta ese entonces, habían intentado morar en sus cabezas. Pero hubo una certeza en particular que Joaquín prefirió por sobre las demás. La causa de todos los problemas de la humanidad: la ley de gravedad.
  ¿Quién dice que hay una fuerza que nos mantiene pegados al suelo, cuando vemos con nuestros ojos pruebas obscenas de que no existe tal fuerza? Y no hablo de las aves, no señor. ¿Qué me decís de los aviones? ¿Eh? No, es todo una mentira. Siempre la misma historia. Los poderosos negándole la libertad al indefenso. ¿O por qué te pensás que el mundo está como está? Y no estoy echándole la culpa a los políticos, o a los tipos de guita, como haría cualquier borrachín pendenciero. Yo acepto mi culpa, la culpa que tenemos todos. Nos cortamos nuestras propias alas, Ricardo. Nosotros mismos, usando el disfraz de nuestros padres. El hombre es capaz de volar, Ricardo. Yo lo sé, lo vi. Vos también lo sabés. Lo que pasa es que somos unos cagones, eso pasa. Nuestros antepasados volaban. Pero tanta libertad de movimiento estaba en conflicto constante con esas ganas de poseer que tenemos. Poseer todo, ya sean objetos como personas. Entonces inventamos esa huevada de la "gravedad". Cínicos de mierda, eso somos. "Gravedad". Lo grave es que nos hayamos cortado las alas, y que nuestros hijos nazcan, vivan y mueran sin saber que, de quererlo, podrían surcar los cielos. Es una perrada eso que hicimos, Ricardito. Pero lo vamos a cambiar, lo vamos a cambiar.
  Cinco años manteniendo charlas como esa. Hasta que Ricardo tuvo su tercer hijo, Damián, y su vida de leyes lo reclamó con urgencia, alejándolo del viejo Joaquín. Los primeros meses de la criatura fueron complicados, y las tertulias se dieron con cada vez menor frecuencia. Y aún en esas pocas ocasiones en que Ricardo pudo acudir a Joaquín, su mente estaba en otro lado. No volaba con su viejo amigo, sino que se mantenía asustado y preocupado al pie de la cuna de su hijito enfermo.
  -No te preocupes, Ricardito -le dijo el anciano-. Cuando lo urgente deje de preocuparte, podrás ocuparte de lo verdaderamente importante.
  Y eso fue lo último que le oyó decir. Apenas dos semanas más tarde, el cuerpo de Joaquín apareció tendido sin vida en medio de la calle, luego de haber caído desde la terraza de un edificio de 26 pisos. A nadie sorprendió que un viejo loco se quitara la vida. El único que sabía que no podía ser un suicidio, era Ricardo. Seguramente porque, de creer que se había suicidado, se sabría culpable. Pero no, no podía ser un suicidio. Había sido una búsqueda desafortunada, un brevísimo instante de atropellada ansiedad. Y él no había estado ahí, para frenarlo. No había sido un suicidio, cierto, aunque algo era innegable: había sido su culpa.
  ¿Y ahora? Ahora él estaba en esa misma terraza. Incapaz de volver el tiempo atrás, incapaz de enmendar su terrible soledad, incapaz de volar. Porque ese había sido el error de Joaquín: creerse capaz de vencer todos esos años de pedestre adoctrinamiento. No, dulce Joaquín. No. Nosotros no podemos. Mucho tiempo llevamos atándonos temerosamente a la superficie de este triste planeta. Hemos alimentado con nuestros sueños a este monstruo que llamamos gravedad, y estamos sometidos a su autoridad.
  Se acercó al borde de la terraza, y extendió los brazos. Desde tan alto, nadie podía ver qué era ese bulto que tenía entre sus manos. Tomó una última bocanada de aire, y soltó a su hijo. Vuela, pequeño Damián. Que tu inocencia me muestre el camino que Joaquín no pudo encontrar.

1 comentario:

  1. Está buenísimo Ale, ¿por qué no lo leí antes?
    Esto definitivamente va a la selección.

    ResponderEliminar