lunes, 9 de enero de 2012

Semáforo #2

  Preguntas para hacerte si querés cerrar tu blog 

  ¿Para qué escribir, cuando hay tanto por leer? ¿Para qué intentar vaciar un recipiente que está lejos de estar lleno, y que sigue pidiendo por contenido? ¿Para qué hablar, cuando es probable que nada de lo que digas se entienda, cuando ninguno de tus discursos adquiere la forma que habías pensado originalmente, cuando te es imposible una comunicación medianamente exitosa, en parte por tu críptico pudor y en parte por tu casi inexistente claridad de pensamiento? ¿Para qué hablar, cuando es siempre lo mismo, siempre diciendo lo mismo, siempre escribiendo lo mismo, y dale con lo mismo? ¿Para qué hablar, la reputísima madre, cuando te asalta el constante pensamiento de que tu interlocutor jamás te presta atención, y que cuando lo hace, está esperando que decidas callarte, que finalmente tengas la epifanía con la orden divina de dejar de mirar el mundo desde tu ombligo? ¿Para qué hablar, cuando como respuesta sólo alcanzás a ver muestras de fastidio, de aburrimiento? Quizás para ver si, por una puta vez, no tengo razón. Cómo se puede estar equivocado todo el tiempo y al mismo tiempo siempre tener la razón, jamás lo sabré.

  Puente 

  Confiar con el cuerpo, desconfiar con la mente. Ese pareciera ser el camino. Confiar ciegamente en cada acción, desconfiar detrás de cada sonrisa, de cada palabra amable. Darle la espalda al que vi que tiene un cuchillo en la mano, y pensar en dónde esconderá el cuchillo a la que se aproxima con una flor.
  Pobre ella. Ella o él, de quien desconfío. Porque no sé si lo escondo o no. Quizás se note, quizás siempre esté recordándoselo. Pero me manejo como si confiara plenamente en la práctica, lo que a mí me parece noble, pero no siempre a ella. O él, sí, también puede ser. Pero siempre es con ella.
  Entonces me creo un puente. No puedo ser un fin en mí mismo, nadie me puede tener como destino. Soy el camino hacia. ¿Hacia qué? No siempre lo sé. Muchas veces lo intuyo. Y duele. Pero acepto lo que me ofrezcan, y me ofrezco con todo el cuerpo, sí. Soy la vaina para tu cuchillo, siempre. O tan solo el puente, sí, el puente que debas pisotear para llegar a un lugar mejor. Aún así, me siento halagado. Todos los caminos conducen a Roma, pero me elegiste a mí.

  Figuras 

  La curva de una espalda (no, no de "una", de "la" espalda, mejor dicho). La cola, las caderas. Tan suave, un camino tan fácil para recorrer con mis manos, o para dejar mis manos allí, no descansando, sino aprendiendo. Aprendiendo a evocarla, a recordarla para siempre, a guardar esas sensaciones en un banco de memorias a prueba de todo, justo al lado de su aroma, del intenso sabor de sus besos. Del hermoso color de su piel, de las hermosas marcas que la distinguen y que ella odia, quizás por eso mismo. Sus hermosas tetas (sus tetitas, sí, no voy a decir ni "pechos", ni "senos", estúpidas y asépticas palabras que, justamente, intentan ser sólo letras y decir lo menos posible). No puedo escribir acerca de sus tetas, pero podría estar todo el día pensando en ellas, cosa que, de hecho, creo que hago. Su voz. Su risa. El enorme placer que significa oír su risa, enorme tesoro que me dedicaría a intentar desenterrar durante toda mi vida, todos los días, a toda hora. Su mano sobre la mía, en un tren. Su hermosa nariz. Ese precioso perfil, con los lentes puestos, mirando atentamente hacia el escenario, sin saber que yo la miro a ella, y que sonrío, río felizmente por dentro, le aprieto la mano y ella me mira, y nos besamos. Verla vistiéndose. Verla partir. El dulce dolor de no tenerla a mi lado, por momentos embriagador. La horrible sensación de que, quizás, todas estas figuras no se repitan. De que, quizás, todo haya terminado. Un nuevo mensaje suyo.

1 comentario:

  1. el blog no se cierra, el blog se va a dormir cuanto mucho, porque el blog es como el monólogo interior, el fluir de la conciencia, así que mejor vomitarlo y que otros se atraganten con él a su propio riesgo.
    Me gustan tus figuras, qué lindo, qué buena fortuna (la de ella)

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