domingo, 20 de noviembre de 2011

El pastor de la muerte

  Se había llamado Antonio, en algún remoto pasado, pero ya nadie lo conocía por ese nombre. Ni siquiera él se reconocía como tal, perdido entre tantos años de soledad y miseria. "El pastor de la muerte", así se llamaba a sí mismo, y era uno de los tantos apelativos con que se lo nombraba, aunque nunca en voz alta, siempre en un susurro, y únicamente los viejos sabios que ya no le temen a nada eran los que se animaban a invocarlo con esas palabras.
  El pastor siempre había sido viejo, pero Antonio alguna vez fue joven. Joven y arrogante, enamorando chicas de pueblo en pueblo, sembrando bastardos que luego cubría con el polvo que levantaba en su huída. Cuenta la leyenda, o, mejor dicho, una de las leyendas, que en Tupungato embarazó a la hija de Don Nicanor, y que la mancillada doncella intentó detenerlo antes de que huyera hacia su próximo pueblo, hacia su próximo vientre, y que Antonio lanzó su caballo sobre la pobre quinceañera, para luego escupirla al tiempo que le dedicaba estas últimas palabras: "Esa hinchazón no es mi problema, y escapa a mis soluciones. Que tu padre brujo te lave los pecados". Cuesta creer que Antonio fuera no sólo tan malvado, sino también tan poco juicioso, porque llamar brujo a un brujo y humillar a su hija al mismo tiempo es más peligroso que dormirse desnudo flotando en un río. Así firmó su condena. Nicanor lavó de pecados a su pequeña, y drenó de su barriga aquella semilla perniciosa, para luego aparecérsele a Antonio en medio de la llanura, mientras dormía, dos noches después de su huída de Tupungato. "Usted juega con cosas que no comprende, compadre. Tiene mucho que aprender antes de pagar por lo que ha hecho. Pero pagará". Así le habló Nicanor en sueños, así se selló su triste destino. Otras versiones cuentan que Antonio se convirtió en el pastor tras perder una apuesta con el mismísimo Mandinga, pero es algo inverosímil creer que el Maligno tenga tanto tiempo libre como para andar jugando apuestas y poblando la Pampa de apariciones como el pastor.
  Sea de la forma que fuere, al llegar Antonio al próximo pueblo, ya era otro. Sus ardores egoístas y juveniles fueron reemplazados por un amor colosal e inmediato por Lucrecia, una muchachita humilde de enormes ojos y expresión tímida. Antonio, porque todavía era Antonio, la enamoró de inmediato, como siempre hacía, pero se comportó de manera noble: se instaló en el pueblo, se casó con Lucrecia, y se convirtió en un hombre de bien. Quizás la brutalidad de su último asalto, o el susto de la aparición en medio de la llanura lo hubieran cambiado, pero yo soy más de pensar, si se me permite el atrevimiento, que era parte de la maldición, que la maldición sólo funciona por el hombre que Antonio pasó a ser, y que no funcionaría si siguiera siendo un villano despreciable.
  Antonio amó a su mujer, con todo su corazón, y a la que luego fue su familia. Tres hijas, dos hijos, tres nietas y dos nietos. Envejeció allí, en Sarabia, y tuvo una vida feliz. Vida que se terminó al llegar a los 63 años, cuando se convirtió, sin saberlo, en el pastor de la muerte. Fue un dos de Junio, mientras se cebaba unos mates en el patiecito, cuando volvió a aparecérsele la figura de Don Nicanor. Alto, vestido de negro, apoyado con ambas manos sobre su bastón de roble, con un sombrero desvencijado y una mirada penetrante, en una cara curtida por los años pero que conservaba todos los rasgos que Antonio no había podido olvidar. El terror se apoderó de él, y sólo pudo escapar. Recogió sus cosas, y sin explicarle nada a nadie, escapó hacia el monte, llevando como compañía sólo a su mula. Marchó por dos días totalmente alucinado, sin comprender qué pasaba, ni por qué huía. Al ir pasando las horas, el terror lo abandonó, y Antonio decidió que su huída había sido un pecado de imberbe. Volvió sobre sus pasos, entonces, mas no fue Antonio el que volvió sobre la vieja mula a Sarabia. Fue el pastor de la muerte, que ingresó en un pueblo fantasma, donde los cadáveres de todos los habitantes permanecían allí donde él los había visto vivos por última vez. Todos. Del primero al último, muertos. El pastor lloró como nunca antes en su vida, y Don Nicanor, o Mandinga, manipuló sus pensamientos para que entendiera que había sido él, Antonio, el que había llevado la muerte al pueblo. El que había amado tanto a ese lugar y a esa gente, para luego abandonarlos a la muerte. Pero el pastor no entendió. Tampoco entendió por qué no pudo colgarse esa misma noche. O por qué la sangre no brotó de su cuerpo a la noche siguiente, cuando atravesó su pecho con su facón, o por qué siguió vivo aún cuando ya no comía ni bebía. Enloquecido por el dolor, huyó por segunda vez de Sarabia.
  Cuatro días después llegó, en mula, a San Aquilino. Entro a la posada, y buscó pelea entre los bravucones del lugar. Se ganó una paliza terrible y un puntazo en el estómago, que habría sido mortal si hubiera tenido alguna vida dentro que se pudiera aniquilar. Pero no, tan solo quedó tendido sobre la tierra, sin entender por qué no podía morir, todavía sin saber por qué había muerto todo su pueblo, y sin saber qué papel jugaba Don Nicanor en toda esta historia.
  Huyó de San Aquilino. Al día siguiente, toda la población de San Aquilino pereció. De esto se enteró en Valle del moro, tres días después. No alcanzó a comprenderlo, pero lo intuyó. Supo que debía quedarse en Valle del moro, que debía olvidar todo ese dolor, toda esa locura que lo incapacitaba, porque la vida de esa gente, ahora dependía de él. Durmió en la calle, como un pordiosero. Y Don Nicanor, o Mandinga, lo despertó. "Tarde o temprano va a tener que irse, hermanito. Miresé: es un viejo loco y sucio. Esta gente lo va a echar de una patada en el culo. Yo le aconsejaría partir antes de encariñarse con alguien. Escuché que hay una chinita hermosa. Se llama Lucila. Ella lo va a querer, a pesar del olor que tiene. ¿Quiere conocerla? Se va a enamorar. Mire, allá viene...".
  - Tómese algo, abuelo.
  Lucila le alcanzó un mate, y un balde con agua para que se limpiara. Y el pastor se enamoró, porque eso formaba también parte de su maldición. Vivió allí cinco años, sin envejecer, sin encontrar placer en nada, sólo amando locamente a Lucila, pero con un amor angustiante, que nada bueno le otorgaba, ya que se sabía el causante de su muerte. No importaba cuándo, un día ella moriría, todos morirían, menos él. "Quizás pudiera burlar la maldición, quizás pudiera quedarme aquí por siempre", pensaba. Pero si hay algo común en las maldiciones, es que son eternas e inapelables. Un 11 de Agosto unos bandoleros pasaron por Valle del moro y se llevaron a Lucila. El pastor alcanzó a verlos cuando abandonaban el pueblo, y no lo dudó: tomó un caballo y corrió tras ellos. Ni bien abandonó la carretera para adentrarse en la llanura salvaje y comenzar la persecución, vio cómo los bandoleros, uno a uno, fueron cayendo sin vida de sus monturas. Todos menos uno, el que parecía el líder, el que cargaba el cuerpo de Lucila, ahora también sin vida. El jinete indemne volvió su caballo y desanduvo su camino para encontrarse con el pastor, que permanecía azorado. Era Don Nicanor, que sonreía de oreja a oreja.
  - Ánimo, compadre. En Valle del moro ya no queda quien respire, pero a sólo dos días al norte tenemos Arredondo, un hermoso pueblo con casi 600 habitantes...
  El pastor, desesperado, decidió dejarse morir. De alguna manera eso tenía que ser posible. Y en caso de no lograrlo, lo mejor sería permanecer tendido allí, en el pueblo muerto, donde ya nadie pudiera ser afectado por su triste destino. Así que se ató a un mástil de la plaza de Valle del moro, y observó la putrefacción de los cadáveres con la esperanza de que fuera contagiosa.
  Pasó allí dos meses, hasta que perdió el conocimiento, y una caravana, quizás guiada por Don Nicanor, lo encontró con vida y lo llevó a Arredondo. El pastor de la muerte despertó, entonces, en una cama, en una habitación, bajo el cuidado de una hermosa enfermera, de la cual se enamoró instantáneamente. Pasado el inicial momento de fascinación, entendió que una vez más había sido vencido, y que ya nunca encontraría la paz. Condenado a emigrar de pueblo en pueblo, enamorándose siempre, para luego ver cómo todo aquello que había amado se marchitaba por su culpa.
  - Tiene usted la fuerza de un toro- le dijo la enfermera, a modo de bienvenida.
  - ¿Cómo se llama?
  - Estela.
  "Qué irónico", pensó. "Ese debiera ser mi nombre, puesto que adonde quiera que vaya, me persigue una estela de muerte. La muerte es mi sombra, y yo soy su avanzada, su vanguardia, su más traicionero mensajero."
  - Estela. Usted será, a partir de ahora, mi esposa. Y cuidará que nunca, pero nunca, me vaya de Arredondo.
  Se casaron. No tuvieron hijos, porque ya no había vida para perpetuar dentro del pastor, pero se amaron. Ella, con total entrega, y él, con la oprimente pena de saberse su verdugo. La convenció de que estaba loco y enfermo, y se amarró al catre. Así vivieron todo su matrimonio. 30 años. Los dos sufriendo por ese amor enfermo, fruto de una venganza legendaria.
  Para ese entonces, la leyenda del pastor de la muerte ya era algo conocido en todos los pueblos. Las palabras del joven Antonio, la condena proferida por Don Nicanor en esa noche a la intemperie, la muerte de las poblaciones enteras de Sarabia, San Aquilino y Valle del moro. El viejo sin nombre, amarrado al catre, encontrado con vida entre cadáveres putrefactos. Y 30 años sin fallecimientos en Arredondo, desde el día en que el extraño llegó. Por alguna razón, la gente ya no moría. Los más viejos ya llegaban a la centuria, cansados, fatigados por una vida sin vida, como la del pastor. La gente se enfermaba, pero no pasaba de la agonía. Los accidentes sólo generaban lisiados, atados de por vida al catre. Un pueblo entero de agonizantes, todos a imagen y semejanza del pastor. Él escuchaba lo que se hablaba, se enteraba de las extrañas cosas que ocurrían, y sabía que ya nadie dudaba que él fuera el culpable. La gente comenzó a congregarse en la puerta de Estela, pidiéndole que por favor desatara a su marido, que lo dejara irse, que ya estaba bien, que no se podía seguir así. Estela lloraba y también iba muriéndose por dentro, presa de una enfermedad que, sin la influencia de la venganza de Don Nicanor, la habría liquidado pronto y con escaso dolor. Pero, en vez de eso, permanecía en pie, soportando un sufrimiento que ningún ser humano en circunstancias normales debiera conocer.
  Desde el primer día, el espectro de Don Nicanor se encontraba parado a los pies de la cama del pastor, mirándolo con su siniestra sonrisa, torturándolo con su presencia. Pero la voluntad del pastor era inquebrantable. Allí se quedaría, sin importar qué pasara.
  - Viejito- le dijo un día Estela-. ¿No le parece que ya está bien?
  Don Nicanor comenzó a reír, y desatar las ataduras del pastor.
  - ¡No, no!- gritaba el viejo, aterrado por la posibilidad de marcharse, de acabar con la agonía del pueblo entero, exceptuando la suya.
  - Vaya, viejito... Vaya...
  La voz de Estela se transformó en un silbido casi imperceptible, y la expresión de su rostro se perdió para siempre, sus ojos muertos mirando hacia ningún lado, hinchándose y deshinchándose al ritmo de una ruidosa y fluctuante respiración.
  El pastor salió a ver las calles del pueblo suyo, del pueblo que amaba, pero que jamás había recorrido. Aquí y allá, sólo había gente agonizando. Apenas algunos niños se mantenían en pie, pero lloraban desconsoladamente, por el hambre, o por la desgarradora imagen de una madre o un padre tendido en la calle y sacudido por una respiración tenebrosa. Un adolescente le cortó el paso, y lo golpeó.
  - ¡Váyase de acá, viejo infeliz! ¡Y nunca más vuelva!
  El pastor recorrió las calles, con una inmensa tristeza, hasta llegar a la entrada del pueblo. Allí lo esperaba Don Nicanor.
  - Compadre... No sabe la que le espera. Se llama Zaira, y es la dulzura misma. Y con ella sí tendrá un hijo. Y se llamará Antonio.

2 comentarios:

  1. Em... Sí. Me asusta la pregunta.

    Es más: la idea detrás de este cuento (que luego descubrí, gracias a la -creo- única lectora de este blog, es prácticamente un choreo de un episodio del "cuentacuentos", además de una adaptación de la leyenda del viejo Miseria), se dio hablando de la muerte de Suicida Serial con Leazo. Claro que estaba fumado cuando lo pensé, ahora no sé si tienen mucha relación una cosa y la otra...

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