viernes, 29 de enero de 2016

Las fauces del león, 4ta parte

  Todo se fue a la mierda muy rápido. Javier le robó plata a mi vieja, eventualmente mis viejos se enteraron, y mi viejo tuvo una charla larguísima con él a solas. Nunca supe de qué hablaron, ni cómo. En esa época todavía le tenía miedo a mi viejo, pero no miedo a una posible reacción violenta, ya que lo vi perder la paciencia sólo una vez, sino miedo a su juicio, a no poder ser lo que él esperaba de mí. Así que ese episodio, de Javier y mi viejo hablando en el patio (y en mi recuerdo fueron horas), es algo aterrador.
  Al otro día despertamos y Javier se había ido. Había dejado escrita en un cuaderno una especie de confesión y de disculpa. No me animé a leerla, toda la situación me excedía (varios años más tarde encontré el cuaderno y, al identificarlo como la confesión de Javier, lo cerré y tampoco lo leí en esa ocasión). Fue un día tristísimo, una mierda. Y no sé si fue justo ese día, o algún día posterior, que mi viejo me contó su historia. La historia que lleva encima, la historia que lo define, que lo marcó y que volvió a vivir con la llegada de Javier. La historia de otro niño, al que volvió a ver en los ojos de Javier.
  Fue en su época de residencia. Todavía era un médico inexperto: mi viejo suele decir que recién después de recibirse, ahí comienza la formación de un médico, ahí es cuando realmente empieza a aprender. Su paciente es un niño, con un problema grave de salud. Nunca se le dio bien lo de atender pibes chiquitos: ni en ese momento, ni al final de su carrera. Mi viejo recuerda la conversación, estando el nene en cama. Tratando de animarlo, de quitar su mente de la gravedad de su condición, le dice "no te preocupes, en poco tiempo vas a estar otra vez jugando con tu papá". El pibe guarda silencio unos segundos, lo mira a los ojos y le contesta: "yo no tengo papá". Mi viejo siente el golpe, queda sin habla. Totalmente desarticulado, siente pánico. Siente que ahí, frente a él, un león abre sus fauces. Y sabe que no tiene que hacerlo, que es lo último que tendría que hacer, pero igual lo hace: decide poner su cabeza en la boca del león. No puede decírselo al niño, pero se lo dice a sí mismo: "bueno, a partir de ahora, yo voy a ser tu papá". Es probable que ese pibe, en ese momento, necesitara más un padre que un médico. Y mi viejo creyó que podía ser las dos cosas al mismo tiempo. Imposible: esa profesión requiere muchísimas cosas, pero la más difícil de conseguir, es la de establecer una distancia emocional absoluta. El médico está enfermo, su profesión lo ha vuelto locom ya no es "uno de nosotros". Toda mi vida he escuchado a mucha gente quejarse de la insensibilidad del médico. Pero esa insensibilidad es el primer requisito del oficio: está obligado a ser un demente que camina tomando con una mano a la vida y con la otra a la muerte. Y eso todos los días de su vida. ¿Cómo caminar de la mano de la muerte de tu hijo? Es imposible de aceptar. Y eso le pasó a mi viejo. El pibe se moría, día a día empeoraba, y él era incapaz de verlo. Genuinamente creía que iba a sobrevivir. En las interconsultas entre todos los médicos residentes, exponía el caso del nene de manera optimista, y fue la cara de sorpresa de todos sus compañeros lo que lo obligó a volver a tomar contacto con la realidad. A entender que ese pibe se iba a morir, y que no había manera de salvarlo. Que, por lo menos, moriría con un padre cerca, que antes no tenía. Aunque el precio de eso, fuera que el león cerrara sus fauces, dejando a un hombre con el enorme dolor de haber perdido a un hijo para siempre.

viernes, 15 de enero de 2016

Las fauces del león, anexo

  - ¿Sabías que papá lo vio a Carlitos manejando el colectivo? ¿Te acordás de Carlitos?
  No lo puedo creer. Y no sé cómo hacer para mostrarle a mi vieja mi asombro, cómo explicarle en ese colectivo ruidoso en el que viajamos que hace más de un mes que le doy vueltas al asunto de Javier sin saber por qué, que no puedo creer la casualidad enorme de que me lo nombre ahora, que estoy tratando de ordenar mis recuerdos y dejarlos por escrito, para que dos o tres personas que ella nunca conocerá lo lean y se pregunten si es verdad o si estoy inventando todo. Escribo esto todavía shockeado, encantado una vez más por un momento de magia mundana, y otra vez en un colectivo. Es simbólico (para alguien que se maneja buscando patrones y símbolos) que se dé en un viaje, en un colectivo. Para un ermitaño como yo, acostumbrado a ser su único interlocutor, es el único lugar desde donde alguien más puede intentar decirme algo. Dentro de mi cueva (sea mi casa, o la librería), nada ni nadie me alcanza. No hay posibilidad de comunicación. Cada vez que estoy obligado a salir, por otra parte, pueden pasar cosas como esta. Que Javier esté manejando un colectivo que tomo todos los putos días. ¿Lo habré visto? ¿Será eso lo que lo empujó desde el más vergonzoso de los olvidos para colocarlo en el centro de mis desvaríos?
  Debe ser eso. La vida es simple y aburrida. Hacemos literatura de ella para tratar de darle algo de significado y dramatismo, y nos imaginamos entonces que yo escribo esto, y que lo conjuro, y que mis viejos, que jamás leerán esto, están escribiendo en sus cabezas esta misma historia, desde sus propios puntos de vista. Y que todo esto que cuento es cierto. Porque lo es.