martes, 12 de noviembre de 2013

Ojos azules

  Si bien era mi primera vez en el calabozo, sentía familiar la vista de los barrotes desde este lado. Mi vocación era la del prisionero. Tenía sentido mi aislamiento, mi privación de libertad. Yo la había buscado, había intentado escaparme cuando no había todavía de dónde escapar.
  - ¿Cuándo me van a dejar salir, Gómez? ¿No te das cuenta de que no soy como los demás?
  - Claro que no sos como los demás. Y es la mejor razón para no soltarte.
  Fui un imbécil, ¿cómo no anticipé su respuesta? Había sufrido lo mismo que el resto de los cautivos, es cierto. Pero yo me había recuperado. O, mejor dicho, había recuperado parte de mi conciencia, de mi antigua vida. Pero no estaba recuperado, y eso me hacía peligroso. Imbécil.
  - Dale, Gómez. Sabés que me necesitan. Aunque sea, péguenme un tiro. No malgasten la poca comida y agua que nos queda para alimentar un prisionero peligroso.
  - Mirá, Floro. Nunca me caíste demasiado bien. No tires de la cuerda. ¿Estamos?
  "Floro". Así me bautizaron. Me gustó desde el primer momento. Podrían haber asociado las flores que me gusta recolectar y clasificar con algo femenino. Pero no, por suerte eligieron "floro". Es un apodo claramente masculino, esa "o" final y grotesca lo prueba. Siguen queriendo decirme "puto", pero es más sutil, y quizás ese sentido pueda perderse con el tiempo.
  - A mí, en cambio, siempre me caíste bien, Gómez. Por eso pensaba que esta noche, en que te toca ser mi carcelero, pudiera ser la de mi liberación. Pero bueno, ya veo que no. Por lo menos comunicale al comandante mi petición de cambiar comida y agua por algunas balas para mí y para el resto de los "traidores dormidos".
  - Vos bien despertito estás. Ojalá fueras como el resto.
  La carta de diferenciarme del resto de los prisioneros ya no me iba a servir. La había jugado mal, quizás ni siquiera tuviera la oportunidad de jugarla otra noche. Qué imbécil. Me olvidé de Gómez por un momento, y los ojos de afuera volvieron a llamarme. Los ojos que habían empezado todo. Hacía meses que estábamos encerrados, todos, en una pequeña base de campaña improvisada en ese bosque que parecía cubrirlo todo. Varados ahí, cagados en las patas porque no sabíamos por qué habíamos ido a parar ahí, por qué de repente los vehículos dejaron de funcionar, por qué ese bosque parecía ser habitado sólo por lobos, o criaturas que se les parecían tanto, al menos. Eran definitivamente más peligrosos que los lobos.
  - ¿Les viste los ojos, Gómez?
  - ¿Vos estás en pedo? ¿Querés que termine como vos?
  - Tsk, no, no de los lobos. Los ojos de los traidores. Ya no son los mismos. Están como vacíos. ¿Los viste?
  En los primeros días, los de exploración y esperanzas de reanudar la marcha, los lobos probaron ser más veloces, más crueles y mucho más inteligentes que cualquier mamífero, exceptuando al hombre. Pero parecían lobos, eso era cierto. Una vez que nos decidimos a sólo intentar sobrevivir, esperando un rescate que, ahora yo lo sabía, nunca llegaría, la batalla con los lobos cesó. Dejaron de atacarnos, y se sentaron a esperar. Mirándonos. Detrás de cada ventana, había un lobo. Siempre. Cada vez que alguien miraba hacia el exterior, un par de ojos azules respondía a esa mirada. Y emitía un llamado. Débil, pero constante.
  - ¿A vos también te llamaron, Gómez? ¿Te llaman?
  - Callate, por favor.
  Lo llaman. Seguro que lo llaman. Pero no como a mí. Conmigo es diferente, lo sé. Por eso estoy despierto, por eso no soy un "traidor dormido". Todos los que escucharon (o, mejor dicho, obedecieron) el llamado de los lobos, la orden que esos ojos azules impartían, cayeron en un estado catatónico. Una vez detenidos, claro. La llamada es simple. Sólo piden que les abramos las puertas. Que los dejemos entrar. Nos matarían a todos, seguro. Es por eso que los traidores dormidos están encerrados, es por eso que Gómez se rehúsa a dejarme caminar libre por la base. Yo abatí al primero de los traidores, quitándole el sueño que el resto disfruta. Se llamaba Bocchio. Miento: se llamó Bocchio. Porque los ojos de los lobos quitan la voluntad, roban la identidad de los cuerpos. El que se acercó por primera vez intentando abrir las puertas del complejo no fue Bocchio. Fue el cuerpo de Bocchio, pero ya vacío de su esencia, un mero instrumento para intenciones ajenas a su perdida naturaleza. Un traidor, bah. Le di dos tiros por la espalda, y derribé también a un lobo que casi alcanzó a atravesar el umbral de la puerta que el cascarón de Bocchio había dejado abierta. Fui un héroe. El primer héroe. El primer héroe, y ahora el último traidor.
  - Gómez, ¿vos te acordás de la primera vez que se manifestó esta especie de síndrome de Estocolmo? ¿Te acordás?
  - No.
  Miente.
  - El primero fue Bocchio. ¿Te acordás de Bocchio?
  - Hm.
  - Yo lo frené. Si no fuera por mí, todos estaríamos muertos. Todos. Y ahora me tienen acá encerrado.
  - Te tenemos encerrado porque después hiciste lo mismo que él. Les quisiste abrir la puerta.
  - Pero ahora estoy bien. No me va a volver a pasar. De hecho, creo que es más probable que te pase a vos antes que a mí. ¡Soy el único que sobrevivió al llamado de los lobos! Vos sos más peligroso que yo. Tendrías que estar de este lado de la jaula.
  Finalmente lo había hecho enojar. Se levantó de su silla y se acercó, con la cara transformada por la furia. Me acerqué a la reja, y lo miré a los ojos. Y pasó. Fue tan simple. Lo miré, y toda su furia desapareció. Toda expresión en su cara se disipó. Era un cascarón vacío. Y me abría la puerta. Salí de mi jaula y me coloqué detrás de él. Saqué de la funda el cuchillo que llevaba atado a su pierna, y lo apoyé en su cuello. Ni siquiera cuando le corté la garganta pude atisbar expresión alguna en su rostro. Lo dejé caer sobre el charco de su propia sangre y me dirigí hacia la entrada principal. Era tarde, casi todos dormían. Pero la puerta estaría protegida, por dos guardias. Después de tantos episodios como el mío (ninguno como el mío, en realidad, todos estaban catatónicos), habían redoblado la vigilancia. Pero no me importaba, sabía que mi deber era abrir esa puerta. Era curioso, pero no guardaba recuerdo alguno de mi primera "traición". La primera vez que intenté abrir la puerta, había perdido la conciencia: yo también era un cascarón vacío. Pero ahora no. Ahora me impulsaba el regocijo de estar enmendando un error, de estar encaminándome hacia la gloria. Me veía representado como Jesús en "la última cena", con doce lobos alrededor.
  Los ojos de los cadáveres de los guardias me miran, ya sin vida, pero también me hablan. Me llaman Judas, pero la imagen de la última cena permanece inmutable. Abro las puertas al frío de la noche, y veo varios pares de ojos azules esperando. Me divertiría pensar que son doce, pero no tengo tiempo de contarlos. Recién en ese momento se me da por preguntarme: ¿me perdonarán la vida, o será mi cuerpo también parte del festín?

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