sábado, 12 de enero de 2013

Te veo


  Te veo. Una vez al mes, por lo menos, te cruzo en alguna esquina (¿para qué fingir? siempre es la misma esquina, la que cruzo cerca de veinte veces al día). Y es una bofetada, un segundo en que no entiendo bien qué pasa, siento como si alguien tomara mi cerebro con unos dedos finísimos y helados y lo rotara, apenas algunos grados, pero lo moviera, lo sacara de su eje. Siempre estoy apurado, generalmente cruzando la calle, o vigilando con ansiedad el semáforo, y te veo. El cerebro entonces se mueve, y yo me detengo. Es un segundo, como decía, aun menos, pero todo se trastoca hasta que entiendo que no, que no sos vos. Que no podés ser vos, que vos te fuiste, que ya no estás, que estás muerta. ¿Y si no fuera así? Porque eras vos, pero ya me cruzaste, ya no puedo verte y el semáforo me apura, y quedo pensando, ¿y si era ella? Y vuelvo a la rutina, a la realidad, pero a partir de ahí comienzo a rememorar, a repasar, a intentar entender qué es lo que pasó, quién fuiste, quiénes fuimos. Veo a tu padre tocando el timbre de mi casa (¿seguía siendo mi casa?), preguntando por vos, que no la escondieran. Veo a mi madre confundida, escucho otra vez el relato, y a medida que el relato envejece, va convirtiéndose en leyenda, se van agregando mitos. De repente, mi madre recuerda una llamada de alguien que no contestó al "hola", que cortó, y que cortó porque le respondí desganada, porque estaba acostada, y ella se dio cuenta y no respondió, ¿sabés? Pero no es la única que carga con una culpa como esa. Mi tía también tiene una historia parecida. Una llamada que nunca supo precisar cuándo fue realizada, con un mensaje en el correo de voz descubierto después de sabida la noticia, que sólo decía "flaca, por favor, ayudáme". Mierda, si hasta yo tengo una pieza del rompecabezas: un mensaje de texto, días antes, que no contesté, quizás porque no tenía crédito, quizás porque no sabía qué decirte. Veo después tu cuerpo colgando del techo, oscilante (una visión altamente cinematográfica, ¿por qué se movería el cadáver, por qué no colgaría inerte?), lo veo con los ojos de mi padre, y yo también digo "no me lo voy a olvidar más".
  ¿Y si eras vos? ¿Y si lo que cuentan no es así? ¿Y si, por alguna razón, pudiste escapar de todos nosotros, y ahora caminás tranquila por Corrientes? ¿Y si lo que haga tu hermana por fin te chupa un huevo, si ya te olvidaste de tu ex-marido, si ya dejaste de preocuparte por tu hija? ¿Pero por qué no me ves, por qué no me saludás? ¿O era mentira que yo era la persona que más querías, la mejor persona que llegaste a conocer? Era mentira, sí, pero no porque me mintieras, yo sé que eras completamente sincera, pero estabas confundida. No sé qué esperabas encontrar en mí. Siempre me asustó tu deseo de engancharme con tu hija. Pobre piba, me jurabas y perjurabas que estaba loca por mí, enamoradísima. No me hacía gracia tu fabulación, en ese momento era un insulto, ¿qué mina podía verme con admiración, con deseo? Te burlabas, y yo te perdonaba, porque sabía que eras sincera, pero estabas confundida. Y desesperada, no sé qué buscabas que le diera a tu hija, y quizás por eso no te respondí el mensaje, no porque no tuviera crédito, sino porque, ¿qué podía ofrecerle yo a tu hija, que realmente no me conocía? ¿Por qué me pedías que le hablara, que ella me extrañaba? Sólo era una carnada, ofrecías la carne joven de tu propia prole para conseguir unas palabras, aunque sea unas míseras palabras, pero pronto intentarías convertirlas en palabras de afecto, y eso me costaba tanto...
  Siempre me sorprendió tu efusividad, pero lo peor era tu necesidad de reciprocidad (dad, dad, dad, inconscientemente me reprocho tanto, aún ahora), yo no podía contestar a tus "¿me querés?", no podía hacer lo más fácil, "sí, Raquel, te quiero mucho", no me salía, y podía ver el dolor en tu rostro. Me decía que era tu culpa, que no se le puede preguntar a otro si a uno lo quieren, pero acá estoy, Raquel, preguntándolo como un salame y acordándome cada vez de vos, desconfiando de las respuestas porque tu evocación es también la de tu hija, esa piba que afirmabas que me amaba cuando yo era un gordo gil al que ninguna mina podía soportar cerca.
  Lo cierto es que no estás, pero te veo. Te veo y me obligás a mirar las piezas, el montón de piezas en el suelo y el tablero que pateaste.

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