lunes, 29 de octubre de 2012

Confesiones de un porotero

  Casi ni podía prestarle atención al monitor. Los números se presentaban en rápidas sucesiones, pero su atención estaba en otro lado. No podía dejar de pensar en la textura y el peso de todos los aromas que lo rodeaban. Estaba perdido en ensoñaciones que diez minutos antes, le estaban vedadas. La droga ya había comenzado a alterarlo. No lo inducía a un estado sinestésico, para eso era necesario que usara también los guantes especiales. Pero le permitía anticipar las sensaciones que los guantes le revelarían. Y no podía dejar de relamerse ante el espectáculo que prometía el culo de Sandra. Qué hermoso culo... Sólo quería acariciar sus pedos, moldearlos, estrujarlos y abrazarlos. Poco le interesaban los números en su estúpido monitor.
  - Ramírez, se me está quedando. ¿Le pasa algo?
  Imbécil. Le estaba pasando algo, sí. Estaba imaginando la sutil aspereza del aroma a sudor de su interlocutor, la inexplicable sensación verde que sentiría si pudiera calzarse los guantes para tocar ese ácido olor. Le perdonaría ese gesto siempre tan idiota, siempre tan sobrador, si tan solo pudiera sentir entre sus dedos ese aliento a café que su jefe siempre despedía. Se lo imaginaba blando, casi líquido, cubriendo todo su brazo.
  - Ramírez... ¿Qué le pasa?
  - Nada, señor. Está todo bien. Quizás me haya bajado un poco la presión, ¿podría almorzar ahora?
  "Perfecto", pensó. Estaba orgulloso de su salida. Comenzó a imaginar la consistencia del olor a lentejas que despediría su plato. Sabía que no podría tocarlo, no sin los guantes, pero podía imaginarlo, gracias a la pastilla. Podría comer y sentir sin sentir esa especie de algodón inundando su cerebro al tragar el primer bocado. Intentaría que nadie lo viera calentando sus lentejas. Algunos compañeros, medio en broma, medio en serio, ya lo acusaban de "porotero". Acusación acertada, pero que no podía abrazar abiertamente. Nadie malgasta sus noches acariciando sus pedos con un par de guantes sinestésicos para proclamarlo con orgullo. Aunque estaba el caso de esa extraña estrella de rock... De todas maneras, sería demasiado sospechoso, ya que había comenzado a ingerir la pastilla en horarios laborales y emitía inequívocas señales. Como esa pausa antes de llegar al comedor, extasiado ante la puerta abierta del baño con su olor a desinfectante, con esas incontables pelotitas que estallarían como burbujas al intentar atraparlas con sus guantes. Sí, estaba siendo muy obvio. Decidió saltearse el almuerzo y guardar las lentejas para más tarde. Quizás las comiera frías, escondido en el baño. Comer rodeado del burbujeante aroma a desinfectante parecía un plan prometedor.
  Se escapó a la terraza. Fumaría un cigarrillo, cualquier cosa antes que volver a su inodoro monitor. Y el humo le recordaría una textura nunca antes probada, ya que no se le permitía fumar dentro de su departamento. Esa era una de las asignaturas pendientes con sus guantes. Pero ese tipo de excentricidades eran lujos, placeres sutiles que sólo podían permitirse los más experimentados poroteros, aquellos que ya habían acariciado sus gases por tanto tiempo que veían aplacada su voracidad inicial, y necesitaban entonces nuevas sensaciones táctiles. También indicaba un estado de soledad avanzado. Bien sabía él que nunca se cansaría de acariciar los pedos de Sandra, o de cualquier otra mujer, sólo quería poder compartir eso con alguna chica. Se sentía tan solo. Y entonces deseaba probar la superficie evocada por el humo de su cigarrillo, que, aún siendo imposible, le parecía más probable.
  - ¿Me das fuego?
  Sandra estaba a su lado, acercaba su boca fruncida mientras pitaba un cigarrillo todavía apagado. Él le acercó el encendedor y se perdió entre tantos aromas excitantes, el shampoo de coco, el perfume de vainilla, el aliento a menta, y agradeció que no llevara su morral encima, donde escondía sus guantes, ya que no sabría cómo aguantar la necesidad de tomarla allí mismo, de tocar todos sus olores, de desvestirla y acariciar el aroma de sus genitales, de rogarle que se cagara para él. Inclusive imaginaba el momento en que la policía aterrizaba en la terraza y lo reducía, mientras él gritaba "¡tus pedos son lilas, Sandra! ¡Esponjosos pero a la vez firmes! ¡TE AMO, SANDRA!".
  - ¿Querías estar solo?
  Recibió las palabras mientras le daba la espalda y se alejaba, totalmente atontado. Sabía que se arrepentiría, que esa era la primera vez que ella le dirigía la palabra, que ese culo estaba ahí, a tan corta distancia.
  Se obligó a retomar el contacto con su monitor. Con los números de siempre. Intentó trabajar por algunos minutos, pero se le hizo imposible. Deslizó su mano dentro del morral, vigiló que nadie lo observará y buscó el doble fondo donde escondía su más vergonzoso secreto. Sin sacar la mano del morral, se puso uno de los guantes. Las sensaciones lo impactaron de inmediato: guardaba sus guantes junto con varios desperdicios olorosos. Siempre tenía una dosis fuerte ahí, a su alcance. Vio a Sandra volver de la terraza, cruzar los diversos pasillos y dedicarle una breve mirada. Él le sonrió, perdido entre los placeres sinestésicos. Esa noche compraría un perfume de vainilla antes de volver a su departamento. Y sería el punto alto del año.

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