domingo, 11 de marzo de 2012

Elogio de la constancia

  "Peluquería canina a domicilio". Hasta tiene el dibujito de un perrito y una especie de secador de pelo apuntándole. Pobre perro... ¿Pobre? Sí, pobre. No: pobre tipo. Sí, pobre el tipo que vive con esa mina, porque es una mina, que llama a la peluquería canina a domicilio para su perrito. Nunca entendí cómo es que los amantes de los animales, esas personas que siempre están hablando bien de las diferentes especies de mascotas que puedan ocurrírsele, que sienten hasta el más pequeño dolor por el animalito de turno, y que generalmente se cagan en sus congéneres, porque además siempre tienen plata, y siempre desprecian a la gente, y siempre a la gente que tiene menos que ellos, entonces, nunca entendí cómo es que estas personas siempre están tratando de humanizar a sus mascotas, en vez de dejarlas salvajes, impolutas. Hay algo ahí contradictorio, ¿por qué te llevás al bicho a dormir con vos? ¿Por qué le pagás un peluquero? ¿Por qué le ponés un pullovercito? ¿Por qué, si todo lo bueno que tiene tu perro es que no es una persona?
  Quizás exagero, siempre lo hago. Estoy tocando de oído, debo estar equivocado, lo importante es que no entiendo. Eso. No entiendo. "Peluquería canina a domicilio". ¿Y quién es el que hace eso? ¿Es un amante de los animales? ¿O un oportunista? ¿O alguien que hace eso por hacer algo, porque siempre hay que hacer algo, en este mundo tenemos que hacer algo, ojalá pudiéramos salir a pasear y acostarnos en la cama de esa señora que nos hace la comida y nos abriga y nos paga el peluquero a domicilio? Quizás haya algo ahí noble, sí, una persona que le corta el pelo a los animales, que va y se mete en las casas a hacer eso que, si no lo hace él, no lo hace nadie más. Quizás el perro esté más feliz con su pelo recién cortado. Quizás Dios, con su diseño inteligente, haya hecho que el pelo de los perritos crezca en detrimento de la comodidad de los mismos, y, para mantener el equilibrio de su perfecto universo, haya creado otra especie, una especie con individuos cuya misión sea la de buscar la comodidad de los primeros, yendo de casa en casa cortándoles el pelo, movidos por una fuerza interior inquebrantable. Tiene métodos misteriosos, ya lo sabemos. Quizás Dios sea un perro. No, Dios es Dios, él es todo, pero los perros son sus criaturas favoritas, hechas a su imagen y semejanza. O los gatos. O los hipopótamos. Quién sabe...
  Pero no es eso lo importante, no. No es eso lo que me llamó la atención del cartel de "Peluquería canina a domicilio". Lo que me llamó la atención es que el cartel es un cartel de chapa, y está clavado al poste. Quizás lleve allí años. Es un señor cartel. No es una fotocopia pegada con voligoma, o con cinta scotch. No. Esta persona, el estilista canino con movilidad propia, quiso asegurarse de que su oficio sea conocido por cada persona que se acerca al poste a intentar averiguar cuáles de todos los colectivos que pasan por la avenida paran acá. Todos esos carteles, los de las líneas de colectivo, eran de papel o plástico. Y de ellos sólo queda algún dígito, alguna parcialidad con cierto color que, el ojo habituado a viajar por Zona Sur sabrá descifrar. Miles de personas se pararán en esta esquina a mirar qué colectivos frenan aquí. Y será difícil que lo descubran. Sin embargo, todos ellos sabrán del famoso peluquero canino a domicilio, porque él se tomó el trabajo de mandar a hacer (¿o quizás él lo hizo?) y enchapar un cartel. A color. Con dibujitos. Y dice "Peluquería canina a domicilio".
  Tamaño esfuerzo es admirable. Esta persona está brindándose, lo suyo es un servicio. Ojalá ese espíritu estuviera presente en la gente que maneja el asunto de los carteles del transporte público. Ojalá todos hiciéramos lo que hacemos con esa convicción, con ese deseo de atrapar la atención de todos.
  Pero... hay algo que no me cierra. Algo que anula todo lo anterior. El teléfono al que hay que llamar para pedir el servicio, está borrado. No se alcanza a leer los dígitos del medio, me sería imposible conseguir un peluquero a domicilio para mi hermoso perro. No es que quiera hacerlo, de hecho, nada está más alejado de la verdad, los pelos de mi perro son increíbles, hermosos, tiene unos bucles sólo comparables a los rulitos de mi sobrina. Pero no me deja tranquilo la idea de que ese cartel de chapa, combado para ajustarse a la anatomía del poste de luz, clavado a éste con toda profesionalidad, presente allí desde quién sabe cuándo... es inservible. ¿Cuántos de estos carteles hay por la ciudad? ¿Los hizo el estilista, o un chapista (no se me ocurre de qué otra manera llamarlo)? ¿Nadie se encarga de vigilar su estado? ¿Nadie hace un mantenimiento de estos cartelitos? ¿Es que el chapista no posee, acaso, la misma pasión que mueve al estilista canino? ¿Es que el estilista canino ya no se preocupa por que la gente sepa a qué número tendrían que llamar para contactarlo? ¿Acaso habrá desistido? ¿Administra ahora un kiosco? ¿No puede hacer las dos cosas? ¿Se murió? ¿Se murió el chapista? ¿Su hijo no sigue el negocio familiar? ¿O lo hace, pero así nomás, mucha bola no le da porque en realidad él quiere ser representante de gente del espectáculo, y tiene unos amigos que tocan en una bandita y ya hicieron unos mangos con unos cumpleaños de quince, que no han sido la gran cosa pero que les permitió encamarse con unas minitas no tan borrachas como ellas luego señalaron? Son muchas preguntas. Hay un número de teléfono completo que sí se puede ver, es uno chiquitito, en la base del cartel. Creo, más bien, que es el número del chapista, no del estilista, porque hay dos, hay un estilista y un chapista, eso ya lo decidí, quizás uno esté muerto y otro tenga un hijo, eso está por verse. En fin, no hay nada en este momento más que ese número de teléfono al que me muero por llamar, pero, ¿cómo explicar para qué llamo? ¿Qué es lo que quiero averiguar?
  Quizás sólo quiera hablar con alguien. Quizás sea este domingo, esta espera por el primero de los colectivos que tendré que tomar, esta soledad. Pero hay todo un mundo detrás de esos tres o cuatro números invisibles, con todos los perros que ya no podrán ser acondicionados y con todas las minitas que los pibes de esa bandita intentarán cogerse.

4 comentarios:

  1. A mí a veces me dan ganas de llamar a esos que dejan sus números de teléfono en lugares públicos con propósitos non sanctos (?), por ejemplo, la otra vez vi uno en el asiento de un colectivo que decía "15318....te parto", era un domingo a la mañana también

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    1. Aún siendo un experto en temas como la soledad, el patetismo y el sobrio arte de creerselá, no consigo entender cuál es la razón detrás de esos números de teléfono. ¿Les funcionará? Yo tengo ganas de lo inverso: de dejar mi número, a ver si alguien me llama. Claro que no pondría "te parto", sino algo más en el estilo de "no te duro ni cinco minutos".

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  2. Yo tenía una perra que no se dejaba poner pulóveres, cortar el pelo ni ningún otro intento ridículo de humanización. Cuando le decían cosas como "¿Qué te pasa Lula? ¿Estás enojada por algo?" ella ignoraba completamente los sonidos que salían de las bocas de esos monos parlantes que seguramente eramos nosotros para ella. Yo admiraba su tenacidad canina.

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  3. Salgo en defensa de esa gente que quiere mucho a sus perros pero que no llega a la pelotudez de vestirlos con mini trajecitos.
    Pongamos por ejemplo mi perro, mi perro duerme en la cama de mi mamá porque EL SE SUBE. ¿Acaso es tan loco pensar que un animal puede, al igual que un humano, encontrar más cómoda una superficie acolchonada que la baldosa fría del piso? mi perro incluso usa las almohadas, sí, como un humano, apoya solo su cabeza así, justo arriba, nadie le enseñó eso.
    Si a mi perro no lo bañan le agarra una comezón de muerte, lo atacan las pulgas que recolecta en sus paseos por el parque, y las garrapatas no se quedan atrás. Quizás Lázaro es muy alto para que lo alcancen, o no sale mucho, vaya uno a saber, pero mi perro necesita que lo bañen, de lo contrario lo atacaría la sarna. ¿Por qué un peluquero? simple, quiero ver que un simple mortal sin experiencia trate de cortarle el pelo sin meterle por accidente la tijera en el ojo, o el valiente que limpie el enchastre finalizada la odisea.
    Así que ya ves que no es todo así, no todos los que queremos a los animales somos enfermitos, aparte no veo lo tan deplorable de cuidar a quien uno quiere. A mí me ponían unos enormes moños rojos rídiculos cuando iba a la primaria... pero eran un acto de amor.

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