jueves, 23 de febrero de 2012

Fiel (elogio de la soledad)


  Hay dos libros. En uno se escriben las cosas buenas, en el otro las cosas malas. A veces, un mismo hecho se escribe en los dos libros, desde puntos de vista diferentes, o haciendo hincapié en uno u otro aspecto. Pero la mayoría de las veces, las entradas en cada libro están bien diferenciadas.
  En este momento, en esta situación, se suele dar que el libro de las cosas buenas es un libro de palabras, un libro de ideas abstractas e impracticables, un libro de preciosas sentencias incomprobables, muy parecidas a mentiras ya conocidas, de tus vidas anteriores o de vidas ajenas. El libro de las cosas malas, en cambio, es un libro de acciones, de hechos. O, más bien, de la falta de los hechos que acompañarían a las palabras del libro de las cosas buenas, de la omisión de cualquier indicio de que esas palabras bonitas tienen un lugar en la realidad. Aunque, seamos sinceros, también hay hechos en el libro de las cosas buenas, así como también hay palabras en el libro de las cosas malas. Y qué palabras, madre mía. Las más pesadas, las más dolorosas que oíste en tu vida. Las más ciertas, también. Porque no hay razón alguna para que esas palabras, para que esas cosas malas, sean mentira. Las palabras bellas, las buenas acciones... siempre es fácil desconfiar de ellas. Pero el libro negro es irrebatible.
  Los dos libros conviven, a la fuerza, son el agua y el aceite, pero ocupan la cabeza de su autor. Éste enloquece, porque jamás entiende el rompecabezas. No pueden formar parte de él todas las piezas. Hay que desechar algunas. Hay que separar la mentira de la verdad. ¿Y cómo puede hacer eso alguien que nunca miente? Y es entonces que el autor entiende que es todo su culpa. Que confía siempre de más, que cree que cuando le dicen "A" le están queriendo decir "A" y no "G", que no entiende su entorno. Es él el que conjura los dos libros, con su manera poco urbana de relacionarse, es él el que empuja a la gente ("la gente", porque el universo se divide en dos, sólo está habitado por dos conciencias, la propia, y la de esa entidad amorfa e infinita llamada "la gente") a mentirle, a inventar explicaciones para cosas que no se preguntan, es él el que fuerza las situaciones para que le digan "A" cuando es bien sabido que lo que hay ahí es "G", quizás algo más que "G", pero nunca "A".
  ¿Debe el autor aprender ese otro lenguaje? ¿Debe aprender a mentir? ¿Debe aprender a no creer los halagos protocolares, los cumplidos de compromiso? El autor se siente desdichado, siente que no puede conectarse con nadie, que nadie lo entiende y que él no entiende el lenguaje que el resto de la gente intenta utilizar para comunicarse con él. Se siente fuera de lugar. Pero este no es su lugar, realmente. Ese no es su lenguaje. No le gusta este lugar, no le gusta ese lenguaje. ¿Debe adaptarse? ¿Es preferible estar adaptado a estar solo? ¿Es preferible masticar y vomitar toda esa falsedad a la ascética soledad? Los dos estados son angustiantes. Uno es sincero y noble, el otro es práctico y convencional. Uno se inscribe en el libro de las cosas buenas, el otro, en el de las cosas malas.

1 comentario:

  1. Supongo que el gran desafío es lograr armar un único libro en nosotros mismos. Así empezamos a valorarnos, a encontrar lo bueno de los otros y a vivir más en paz. (Ya estoy para un libro de autoayuda).

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