lunes, 28 de noviembre de 2011

Hay que rallar el queso

  Resulta extrañísimo, pero todo empezó (o más bien terminó) con el inocente, ordinario, doméstico e intrascendente comentario "hay que rallar el queso". Eso me dijo ella, desde la cocina, donde preparaba los fideos que, finalmente, no comeríamos. Yo estaba, en ese momento, sentado frente a la chimenea, ocupado en la lectura y la relectura de "Funes, el memorioso", del enorme primer tomo de las obras completas de Borges. Un cuento brevísimo y deslumbrante, como gran parte de su obra. "Mmm", contesté, y apuré la lectura, calculé mientras atravesaba los párrafos cuánto es que me faltaba, y comparaba la hermosura de las palabras leídas con la hermosura de las que debía leer antes de terminar. La idea de rallar el queso se encontraba ahí, luego del magnífico desenlace, esperando por ser protagonista. Y ella, ella esperaba en el umbral de la puerta de la cocina. Observándome. Juntando el valor, calculo yo, para pronunciar las últimas palabras que oiría de su boca, después de siete años de... de muchas cosas, de muchos estados, de muchos modelos de relación, de muchos sentimientos, pero que se podría resumir diciendo, simplemente, que fueron siete años en que fuimos las personas más importantes tanto para uno como para el otro. Siete años de idas y vueltas, de angustia y éxtasis, pero siete años de nosotros. Palabra que ya no volvería a significar lo mismo, al igual que nuestros nombres. ¿Qué entendería ella por Alejandro, a partir de esa noche? ¿Qué entendería yo por...? Estoy perdiendo el hilo, estoy olvidando mencionar lo que ella dijo.
  "¿Te acordás cuándo comenzaste a leer a Borges? Fue cuando empezábamos a salir. Vos leías en el colectivo, y me mandabas extractos todo el tiempo, y yo te respondía, y te interrumpía, pero eras vos el que interrumpía tu lectura, porque tantas eran tus ganas de hablarme, de compartir cosas conmigo, que... ¿cómo era que me habías dicho? Algo así como que ni siquiera Borges, con todo su talento para describir tus obsesiones, podía reemplazarme en tu mundo interno. ¿Y ahora? Ahí estás. Leyendo. Yo te hablo, te pido algo, estoy acá... y vos ahí. Leyendo. Llegó el momento en que Borges es más importante que yo."
  Recuerdo haberla mirado, y sonreído. Recuerdo haber sentido una ternura y un amor incalculables, sentimientos que sólo habían ido en alza en esos siete años. Recuerdo haber abierto la boca, listo para explicarle que me sorprendía y me divertía que pudiera pensar eso, siendo otra la realidad, cuando entendí el verdadero sentido detrás de sus palabras. De mis palabras, en realidad, porque esas palabras no eran suyas. Como el imbécil egocéntrico que soy, estuve a punto de ignorar el hecho de que ella no estaba diciendo algo que pensaba, sino algo que sabía que tenía que pensar yo. Estuve a punto de ignorar que mi interlocutor, en realidad, era una parodia de mí mismo (quizás, por estar tan acostumbrado a hablar solo). Su cabeza nunca funcionó así, jamás tuvo nada que reprocharme y jamás dudó de mi amor, aún cuando, en ocasiones, intenté que lo hiciera. Esa inseguridad, ese reproche infantil, esa exageración y manipulación de cosas aisladas para convertirlas en un indicio de algo mayor e innegable, me eran propias. Esas eran mis palabras, las palabras que, habiendo pasado siete años, había elegido no pronunciar. Y entonces todo mi mundo se trastocó, todo a mi alrededor se reacomodó, remedando el efecto de esas ilusiones ópticas que revelan su naturaleza luego de pasado cierto tiempo.
  ¿Y qué vi? Mis libros. Mis libros que a ella ya no le interesaba leer. La clara división entre mis libros y los de ella, antes, parte del mismo grupo.
  Mi guitarra. Sola, apoyada contra la pared. Ya no recordaba la última vez en que ella me pidió una canción. Tampoco, la última vez que vino a verme tocar con mi banda.
  Mis cuentos. Había sabido ser su única lectora. Ahora, ya ni era la primera, y en algunos casos ni siquiera llegaba a ser lectora.
  Nada pude responder. Inmensamente triste, me levanté y comencé a juntar mis cosas. Ella se sentó mirando el suelo, sin prestarme atención. Los fideos se pasaron.
  Cuando tuve mi bolso listo con lo indispensable, me detuve, antes de partir, a contemplar el primer tomo de las obras completas de Borges. Lo tomé, y lo reuní con sus otros tres hermanos... Pensé en lo que me costó comprarlos. Pensé en cómo, entre las pocas posesiones que tenía, eran de las más valiosas. Y las tiré en la chimenea. Dejé que el fuego las envolviese, y dejé que las llamas acariciaran mi mano, para llevarme ese momento impreso en la piel, para siempre. El dolor físico consiguió igualar al dolor que llevaba en el pecho, y entonces retiré la mano, justo cuando comenzaba a escuchar sus sollozos, allí, sentada mirando el suelo. Levanté su cara con mi mano caliente, para obligarla a verme a los ojos, a través de sus lágrimas, mientras le pronunciaba mis últimas palabras.
  "Nunca más voy a poder explicarte nada. Pero espero, de corazón, que algún día entiendas lo que acaba de pasar".

1 comentario:

  1. el momento exacto en que el imperio se desmorona...este relato me hizo acordar a un tema que me gusta mucho y dice algo así como "en los anales del imperio, se veía así de gris? antes de la caída"
    http://www.youtube.com/watch?v=d8MtJ--iveo

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